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La discusión este año respecto a los premios de la Academia hollywoodense es si son demasiado blancos, al carecer de diversidad racial. El problema no es ése. Es la forma en que la Academia se rige: busca consenso con todos los premios; copia a los que le preceden como si no hubiera más filmes que los que ahí se mencionan y luego selecciona sin fijarse en una diversidad que no debería ser racial sino estética. ¿Por qué la Academia no se arriesga más allá de lo que le dictan los sindicatos? ¿No que la Academia es la suma de toda la industria?

Viene a cuento por una cinta que obtuvo una nominación, la de Sylvester Stallone. Se trata de Creed: corazón de campeón (2015, Ryan Coogler), cuya propuesta se basa en una falsa apariencia: no es continuación de la epopeya que empezó hace cuatro decenios, con Rocky (1976, John G. Avildsen); la que con altibajos continuó Stallone, actuando y dirigiéndose —excepto en Rocky V (1990, Avildsen)—, en Rocky II, la revancha (1979), Rocky III (1982), Rocky IV (1985) y Rocky Balboa (2006). Saga, pues, donde el personaje dio de sí.

La notable idea de Coogler es crear una historia nueva donde Rocky (Stallone actuando con enorme contención y sensibilidad, sin duda por mérito del director: no hay que olvidar que el famoso Sly es favorito del Razzie con 30 menciones), tiene una eficaz función circunstancial para contar la vida en pleno siglo XXI de un aspirante a campeón, el hijo de Apollo Creed, Adonis (Michael B. Jordan). Pero decir esto es reducir el filme a su mínima expresión. Porque es mucho más.

Coogler dirige con tensión esta metáfora sobre la sobrevivencia, el destino, el deporte como salida de un ghetto existencial. Lo hace con las nítidas imágenes de la talentosa fotógrafa francesa Maryse Alberti —otra ignorada por la Academia— y con una narrativa sin artificios, con elementos mínimos que no renuncian a la emoción.

La polémica por el menosprecio a Coogler, joven director que en éste, su segundo largometraje, da muestras de madurez, no está en si es afroamericano. El problema es que esa política ridícula del consenso con los demás premios afecta no sólo a este filme sino a otro tanto o más sensible que cumple con los cánones de la Academia y que es un orgullo para la comunidad LGBTTT: La chica danesa (2015, Tom Hooper) que merecía también nominaciones como Mejor película, Adaptación y Fotografía (a cargo de Danny Cohen, quien da una equivalencia cinematográfica a las atmósferas y los trazos de las pinturas originales de Einar y Gerda Wegener).

La injusticia es doble contra Cohen, también fotógrafo de La habitación (2015, Lenny Abrahamson). Aunque aquí, al menos, se rompió con la inercia del consenso al considerar al irlandés Abrahamson en la categoría de Mejor director.

Hubiera sido una salvajada dejarlo de lado puesto que La habitación recurre a la dramaturgia y al estilo visual más difíciles del año. La historia del secuestro de Ma y Jack (Brie Larson & Jacob Tremblay actuando como uno sólo en perfecta sincronía y negándose a ser víctimas del horror absoluto) es contada desde la asfixia, palpable gracias a la fotografía de Cohen puesta al servicio de un verdadero arte cinematográfico —mérito exclusivo de Abrahamson—, que sostiene un filme a lo largo de al menos la mitad de su duración, en una locación de cuatro paredes y un tragaluz.

Abrahamson dirige sin melodramatismo, con inteligencia, el exacto guión (escrito por Emma Donoghue basándose en su novela) que convierte tan espantoso tema en seco poema sobre la esperanza y las recompensas de la liberación. Ambas películas siguen de cerca los lineamientos tradicionales de la Academia y apenas entre ambos juntan cinco nominaciones. Apenas.

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