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The Revenant (2015, Alejandro González Iñárritu) debe su éxito, sobre todo en Estados Unidos, a que esencialmente es un frontier drama, como los que hizo el célebre John Ford (en especial sus iniciales cortos Cheyennes’s pal y Three mounted men que desembocaron en obras de enorme ambición tipo Fort Apache y Tambores de guerra), conservando tres características que Iñárritu y su coguionista Mark L. Smith —ligeramente inspirados en la novela homónima de Michael Punke— presentan cabalmente:
1) Escenas gráficas en las que la violencia describe la vida de indígenas y colonizadores, ostentando armas pero sin un sentido de buenos contra malos como en un western (aquí el “malo” es un tremendo oso).
2) Situaciones que suceden en la naturaleza, la frontera: ese asfixiante límite existencial que exige sobrevivir un frío que parece eterno en los primeros asentamientos humanos, en esos pueblos recónditos, casi dejados de la mano de Dios
3) La vida que corre paralela a un río que resulta simbólico (nacimiento/muerte/liberación).
Lo que Iñárritu hace es un homenaje a Ford. Pero también un plagio. El estilo visual es casi idéntico al que recurría Ford, con el paisaje tratado como personaje (notable gélida fotografía de Emmanuel Lubezki, que sin ninguna luz artificial retrata la vida rústica de los 1820 con devastador realismo, lleno de enormes silencios y soledad, lo que es inusual y por lo que tal vez la Academia no consideró su guión). Apenas hay unos chispazos de color con fogatas e interiores para expresar las intensas emociones paternas de Hugh Glass (Leo DiCaprio) y el desalmado sentido de supervivencia de John Fitzgerald (Tom Hardy), sin preocuparse por un argumento perfecto ni abundante en situaciones —aunque un poco demasiado lento—, puesto que aplica la idea de otro grande, Howard
Hawks: la historia no importa, sólo los personajes y cómo reaccionan. Un filme espectacular que se sostiene por lo visual (no por lo dramático, lo que es un acierto). Esta es la que ganará el Oscar.
En algún momento de En primera plana (2015, Tom McCarthy), la reportera Sacha Pfeiffer (Rachel McAdams) le dice a su entrevistado “tenemos que decirlo con las palabras precisas”.
Casi al final, el editor en jefe Marty Baron (Liev Schreiber) revisa el reportaje y quita algunas: “son adjetivos”. Las mismas ideas expresa McCarthy, coautor del guión junto con Josh Singer, al contar la historia de cómo un grupo de reporteros de la sección Spotlight de The Boston Globe desentraña la maraña de complejas complicidades hecha para ocultar las acciones de 87 curas pederastas protegidos por el cardenal Law (Len Cariou), hecho que cimbró a la Iglesia católica sin un resultado judicial aparente pero exponiendo el modus operandi de un crimen que agravia la fe de los creyentes y destruye la estructura eclesial.
McCarthy, pues, dirige el filme, verdadero reportaje sobre un reportaje, con la contención de no adjetivar nada y con imágenes precisas (a cargo del sensible fotógrafo Masanobu Takanayagi que filma sin luces de adorno, dejando en carne viva las emociones recurriendo a planos medios). La contención de McCarthy hace que la historia fluya desde la óptica de todos y cada uno de los reporteros. Película en la mejor tradición de Todos los hombres del presidente (1976, Alan J. Pakula), muestra cómo funciona ese periodismo tenaz, que nunca idealiza, con el exacto montaje de Tom McArdle, ya que cada escena dura lo justo para que el espectador sienta que lo esencial es contar la verdad imparcialmente. Un filme demasiado sutil. Este es el que debería ganar el Oscar.