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Al existir variantes recientes de la cinta Atracción fatal (1987, Adrian Lyne) como El tipo perfecto (2015, David M. Rosenthal) y Cuando se rompe la rama (2016, Jon Cassar), ¿qué haría diferente a Mío o de nadie (2017), debut en la dirección de la veterana productora Denise di Novi?

Probablemente que ésta es un juego de maldad, totalmente retorcido, sobre los celos pensados desde una óptica femenina y descaradamente fetichista (el hombre proveedor patológicamente imaginado como valiosa propiedad privada). El guión de la casi debutante Christina Hodson (con ayuda de David L. Johnson) cuenta a detalle la fatalidad que surge en la rutina que David (Geoff Stults) comienza a tener con su nueva pareja Julia (Rosario Dawson). Parecen hechos el uno para el otro. Lo que por supuesto no comparte la ex de David, Tessa (Katherine Heigl, robando siempre cámara).

Tessa no cederá en su constante intento por revivir la relación con David. Para descarrilar la nueva vida de su ex, se vuelve una escalofriante psicópata. El descontrol de Tessa es visto con una mezcla de contención y exageración por Di Novi (hábil foto dramática de Caleb Deschanel); parece un antihomenaje al viejo clásico hollywoodense Que el cielo la juzgue (1945, John M. Stahl), que funciona como emocionante juego de violencia psicológica, paranoia desatada y acoso en todas sus vertientes contemporáneas. Además, sus personajes secundarios tienen buen juego escénico, como la madre de Tessa (Cheryl Ladd representando el origen del mal con igual grado de patología que su hija) y la pequeña Lily (Isabella Rice).

Filme sobre una desatada demencia sentimental, tiene la deficiencia de, a pesar de su concisa dirección, ser una historia que cojea una vez demasiado al subrayar la psicopatía de su protagonista acercándose, a la hora de concluir, más a la caricatura; alejándose del negrísimo retrato propuesto y que, sin necesidad de insistir en ello, era lo suficientemente inquietante. Un debut que se queda a medio camino.

Dentro del género del horror siempre existen intentos por crear una nueva franquicia. Se busca replicar la suerte de los célebres Michel Myers (de Halloween y secuelas), Freddie Krueger (de las Pesadilla en la calle del infierno) y Jason Vorhees (de todos los Viernes 13).

El recurso más utilizado consiste en imaginarse un personaje sobrenatural, o con nexos satánicos. Toca el turno pues a Nunca digas su nombre (2017), cuarto largometraje para cine de la directora Stacy Title con guión de Jonathan Penner, basado en un texto de Robert D. Schneck, que sin pudor alguno pretende fundar una nueva mitología sobre un ser del que no se puede decir su nombre, ni siquiera pensar en él porque, como lo exige este tipo de películas, lo espantoso sucede. El personaje en el título original en inglés se llama “Bye bye man”; el hombre del adiós.

Title, junto con su fotógrafo James Kniest, le da dinamismo a la historia para que funcione, un poco, no mucho, en los mismos términos en que han funcionado El conjuro y Saw: juego macabro.

Pero está más cerca de imitar a la trilogía de El demonio (2001, 2003, 2017, Victor Salva), o la que inspirara la literatura del maestro del terror Clive Barker, Candyman (1992, 1995, 1999). Sólo que la estilización de Title —que incluye medio esconder en la historia figuras de antaño (Faye Dunaway), o emblemáticas del género (Carrie-Ann Moss, Leigh Whanell), para “entretener” a los admiradores de este tipo de películas—, no basta para lograr algo más que un convencional churro de temporada que prefiere la fórmula antes que la inspiración.

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