Si México y Canadá aceptan los términos que está planteando Estados Unidos, el acuerdo trilateral podrá llamarse como sea, pero dejará de ser un Tratado de Libre Comercio. Será un convenio de comercio condicionado, un mecanismo de compensación entre las importaciones y las exportaciones a que tiene derecho cada país o, peor aun, un mecanismo mediante el cual Estados Unidos siempre lleve la ventaja.
Los objetivos del gobierno de Washington están claros: reducir su déficit comercial frente a los otros dos socios; asegurar que los bienes que importen lleven un mayor contenido de insumos de ese país; introducir una cláusula de revisión periódica del Tratado para retirarse de él cuando les convenga; y por último, eliminar mecanismos de arbitraje internacional, por si acaso algún fallo resulta contrario a sus intereses.
Bajo estas condiciones, el espíritu del libre comercio quedaría tan desfigurado que carecería de cualquier sentido práctico mantenerse dentro del acuerdo. Quizá, dentro de la curiosa lógica trumpiana, lo que se busca precisamente es forzar a México y a Canadá a que se levanten primero de la mesa, frente a planteamientos que saben de antemano que les resultarán inaceptables. El presidente Trump, de cara a las elecciones intermedias del año próximo, podrá decirle a su base electoral que defendió a ultranza los intereses de Estados Unidos, el famoso lema de America First, que sus condiciones no fueron aceptadas por sus vecinos y por ello cancela el TLCAN.
Son crecientes las voces que aconsejan a la delegación mexicana levantarse primero de la mesa, mandar al diablo a los gringos. Después de lidiar con ellos la mayor parte de mi vida diplomática, yo recomendaría exactamente lo contrario: mucha, mucha paciencia. Los propios estadounidenses reconocen, a través de documentos y monografías elaborados por el Departamento de Estado, que sus instintos negociadores son particularmente impulsivos y que les gana la urgencia por obtener resultados inmediatos. Si México presenta argumentos sólidos y capitaliza la prisa que invariablemente acompaña a los negociadores de Estados Unidos, puede obtener beneficios considerables. Así procedimos hace una década, cuando negociábamos la repartición de aguas internacionales en la frontera y obtuvimos un saldo muy favorable para los intereses de México.
Por lo demás, ¿qué ganaría México abandonando primero las negociaciones? No se lograría más que la certeza de que ahora sí el Tratado está muerto y que Trump pueda decirle a su electorado que fue inflexible en la defensa de sus trabajadores y sus empresas.
Si México, Canadá o ambos observan una inflexibilidad total por la parte estadounidense, mejor decirlo con buenos argumentos en la mesa que fuera de ella. Si nos retiramos de las negociaciones no quedarán más que declaraciones y explicaciones de nuestros funcionarios a los medios. Mantenerse en la discusión formal es la única vía para medir las posiciones del contrario y modificar su postura.
Internacionalista