En lugar de que la montaña de Guerrero sea una muy lucrativa comarca, proveedora de goma de opio para la industria farmacéutica mundial, es una de las zonas más pobres y más violentas del país. Una de las grandes contradicciones nacionales es que el sistema mexicano de salud importe enormes cantidades de morfina y oxicodona para atender a nuestros pacientes con dolores muy intensos o con enfermedades terminales, cuando nuestro país es uno de los principales productores de amapola en el mundo.

En 2016, México fue el tercer país donde se incautaron más opiáceos en el mundo. Es decir, tenemos producción de sobra cuando en el mercado internacional hay un déficit de analgésicos de alto poder. ¿Por qué se incautan y se incineran estas sustancias cuando podrían abastecer legalmente al mercado nacional y extranjero?

Australia, España, Francia, Reino Unido, la India, Japón y Turquía producen opiáceos legal y alegremente. Sus agricultores obtienen importantes ganancias y sus farmacéuticas generan productos de alto valor comercial y terapéutico. México no. A nuestros productores de amapola los asedia el Ejército por la mañana y los narcos por la tarde. Si el gobierno hiciera bien su trabajo y respaldara a estos campesinos, la tierra caliente de Guerrero y Michoacán sería un emporio agroindustrial en vez de un campo de batalla.

México es signatario de la Convención Única de las Naciones Unidas sobre Narcóticos. Es decir, no tenemos impedimento bajo el derecho internacional, para que nuestros productores de opiáceos o derivados de la marihuana, puedan abastecer legalmente a las empresas farmacéuticas. No es fácil entender por qué el gobierno de Peña Nieto, bajo el asedio de la opinión pública por la inseguridad imperante en el país, nunca tomó cartas en el asunto para lograr que una de las zonas más violentas e inestables del país pudiese incorporarse al mercado formal de la producción de medicamentos. ¿Faltó voluntad política, nunca se enteraron o alguien se beneficiaba de mantener estos cultivos en la clandestinidad?

Sorprende en verdad porque los pasos que debe dar un gobierno para abastecer al mercado farmacéutico no son particularmente complicados. Tiene que asignar a una autoridad o crear un organismo que se encargue de supervisar la producción y la venta de los alcaloides, determinar las zonas de cultivo, entregar una licencia a los campesinos y asegurar que la producción pactada de opiáceos sea entregada a la instancia designada. Estos pasos tienen que informarse cada tres meses a los organismos correspondientes de la ONU y con eso se logra la magia de que una zona de guerra, como es la serranía del sur del país, tenga la opción de ser una de las regiones agrícolas más ricas y estables de México.

Es una buena señal que algunos personajes del gobierno entrante, como Olga Sánchez Cordero y Víctor Villalobos, desde temprano estén tomando cartas en el asunto. Los esquemas de seguridad aplicados por Calderón y Peña fueron un fracaso rotundo. Ensayar fórmulas distintas, como esta de legalizar cosechas que el mundo necesita pero que deben ser contraladas por su capacidad adictiva, es una asignatura pendiente en nuestro país.

No va a ser fácil para el gobierno de López Obrador entrar con patadas voladoras a la sierra de Guerrero a aplicar las normas y los controles que demanda la ONU. Poderosos intereses se opondrán a que de repente la amapola sea legal. Pero esa es la vía inteligente de enfrentar este fenómeno.

Internacionalista

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