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The New York Times reporta que en lo que va de este sexenio, el gobierno federal ha gastado dos mil millones de dólares en el rubro de comunicación social, en difundir propaganda oficial. Esta no es la primera administración que eroga montos tan exorbitantes de nuestros impuestos para “mantenernos debidamente informados de las acciones del gobierno”. Esperemos, eso sí, que sea el último gobierno en utilizar esta herramienta de tan dudoso valor para la sociedad, que a menudo se aplica como instrumento de promoción electoral y que distorsiona tan gravemente la manera en que funcionan los medios de comunicación en México. Veremos con atención cuál de los candidatos a la Presidencia de la República se pronuncia en contra de continuar con esta práctica.
Los mexicanos agradeceríamos mucho que las planas de los diarios y los spots de la radio y la televisión dejaran de bombardearnos con mensajes gubernamentales en los que nos ayudan a comprender que “lo bueno cuenta” y, más allá, donde nos invitan a “que lo bueno siga contando”. Es decir, nos conminan a que le demos nuestro voto al PRI para que todo este bienestar que hemos alcanzado y que tiene tan contento a la enorme mayoría de la población, se prolongue otros seis años.
A pesar de esos dos mil millones de dólares gastados en propaganda, los niveles de popularidad del gobierno saliente son los más bajos que se hayan registrado desde que se realizan estas mediciones. Esto quiere decir una de dos cosas: o bien los mensajes no han logrado persuadir a la sociedad, lo cual implicaría despedir por ineptos a los publicistas que los elaboran; o bien que los logros que presume el gobierno no resultan convincentes. Por donde se le mire, a once meses de terminar la presente administración, puede afirmarse que la política de comunicación ha sido cara y, a la vez, un auténtico y rotundo fracaso.
Recuerdo etapas de la vida nacional cuando los mensajes gubernamentales eran algo más edificantes y hasta didácticos. Promovían nociones como cuidar el agua, poner la basura en su lugar o aquel muy famoso de “la familia pequeña vive mejor” ante la explosión demográfica que experimentaba el país. Lo que vino después no ha sido más que un elogio constante a las acciones de gobierno, nula capacidad autocrítica, promoción electoral y mucho dinero a los medios para que dependan del presupuesto federal y se abstengan de cuestionar abierta y valientemente las acciones de las autoridades. Eso ha logrado que en México tengamos un coctel extraño de Fake News, combinado con No News; noticas falsas y ausencia de información relevante.
Nos estamos quedando solos en el mundo. Es una rareza encontrar un país donde el gobierno dedique tantos recursos y tanto tiempo anunciando a los cuatro vientos que se construyó un tramo carretero, que se aplicaron vacunas o se distribuyeron desayunos escolares. Por ahí se nos ha quedado una suerte de resabio soviético donde hasta la puesta del sol había que reconocérsela a la Revolución, al partido y al pueblo encarnado en la burocracia.
Más allá de lo anacrónico e ineficiente de estas prácticas, esta operación del gobierno genera graves daños a la libertad de expresión. En la medida en que los medios obtienen una parte sustancial de sus ingresos difundiendo la propaganda oficial, se abstienen de manera natural para adoptar una línea crítica hacia las autoridades, forzarles a que rindan cuentas o, peor aún, alinean su cobertura y su postura editorial a los intereses del gobierno en turno. Así, el periodismo de investigación, esa valiosa herramienta de las sociedades para descubrir lo que el poder busca ocultar, es inhibido o abiertamente combatido por las autoridades con el uso de nuestros impuestos. Mediante los gastos de propaganda, el Estado determina que debe y que no debe saber la sociedad. Esto tiene que terminar.
Internacionalista