Antes de partir hacia la Cumbre del G7 en Quebec, el presidente de Estados Unidos abogó firmemente a favor de la reincorporación de Rusia al grupo de naciones más ricas e influyentes del mundo. Por peso específico habría podido respaldar también una moción para incluir a China, hoy por hoy la segunda economía más grande del planeta. Pero no lo hizo y quizá por razones que después explicarían su comportamiento en Canadá.
Cada día queda más claro que la preocupación número uno de Donald Trump es la posibilidad de que su país pierda el papel de liderazgo que ha ocupado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. El único país que en realidad puede disputarle ese sitio es China. Por su forma de gobierno y por su capacidad de aplicar estrategias de largo plazo —a diferencia de las democracias que no pueden ver más allá del período para el que fueron electos— China es el único país que puede rebasar a Estados Unidos en generación de riqueza económica en los próximos veinte años. De ahí, diría Trump, que todo lo que pueda y deba hacerse para detener el paso de Beijing hacia la supremacía mundial, es una tarea indispensable para Estados Unidos.
El objetivo inmediato de la Casa Blanca se centra en fortalecer la economía nacional, exportar más, reducir el enorme déficit comercial de Estados Unidos. No es por azar que insista en lo que llama “un comercio justo”, que según él no es lo mismo que un “comercio libre” donde el más competitivo obtiene más ganancias que el más ineficiente. La insistencia en renegociar el TLCAN tiene como meta disminuir la brecha comercial frente a México y Canadá. Su postura en Quebec revela que también ve como adversarios a los aliados clásicos: a Francia, Alemania, Reino Unido y Japón, por el sólo hecho de que le vendan a Estados Unidos más mercancías de las que le compran. Para el presidente norteamericano, estos no son los aliados que necesita en el mundo. Los percibe como parte de sus desgracias.
En cambio Rusia, el nuevo aliado escogido, presenta la ventaja de ser un débil rival económico, pero un socio extraordinario en el manejo geopolítico. Los asesores de Trump manejan la tesis de que la dupla Washington-Moscú sería capaz de controlar al mundo por el resto del siglo XXI. Solamente entre ellos dos podrían detener el ascenso de China en el plano global. Frente a esta visión, los aliados tradicionales son reemplazables y de poca monta en el gran juego del poder internacional.
Trump ejecuta esta partitura con mínimo tacto diplomático y en medio de un aura de escándalo. Dentro y fuera de Estados Unidos se condena el trato inamistoso y grosero que dispensó al primer ministro Trudeau, el anfitrión del encuentro. Pero más allá de las formas, la estrategia consiste en cimentar una relación especial con Rusia, que subordine a Europa y frene a China. El presidente ruso, Vladimir Putin, que tiene más horas de vuelo que Trump en estos menesteres, realizó una visita de Estado a Beijing el mismo día que el G7 se reunía en Quebec y, de pasada, aceptó tener un encuentro bilateral con el mandatario estadounidense en Washington. La apuesta que está haciendo Trump puede transformar la arquitectura mundial de las próximas décadas, con un eje ruso-americano o puede dejar a Estados Unidos en un aislamiento sin precedente; lo que podríamos denominar el G1.
Internacionalista