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¿Será que nos vamos actualizando? Ricardo Anaya es el primer candidato a la Presidencia de la República que anuncia abiertamente la intención de investigar al mandatario en turno y, si se le encuentran pruebas de desfalcos o violaciones a la ley, someterlo a un proceso que pudiera desembocar en la cárcel. Con esta declaración inusitada, que rompe con una larga tradición política nacional, México se acerca a la práctica establecida en países como Argentina, Brasil, Costa Rica, Guatemala, Perú y Panamá. En algunos de estos países no es uno, sino varios los ex presidentes que han terminado en prisión.
Para México, el momento es de alta tensión porque no tenemos la costumbre de enjuiciar a nuestros jefes de Estado. Ninguno antes se había atrevido a colocar este delicado asunto como tema de campaña. En parte porque el propio candidato, en caso de convertirse en presidente, sabrá de antemano que sus actos serán irremediablemente juzgados y potencialmente penados por quien ocupe la silla presidencial después de él.
Este posicionamiento obliga a Anaya a actuar con una rectitud y una solvencia moral inusitada en los anales de la política mexicana. En caso de ganar y de presentar cargos contra la administración Peña Nieto, tendrá que asegurarse de que tanto él como todo su grupo de colaboradores actúen bajo estándares de transparencia y corrección política a prueba de fuego. De otra suerte, el candidato del Frente podrá ser medido con la misma vara que él utilizó para llegar a la Presidencia.
Todos los demás candidatos han dicho que “serán implacables contra la corrupción” y ahora empiezan a copiarle la receta de enjuiciar al presidente, aunque hablan de los mandatarios del futuro, no del actual ocupante de Los Pinos. Lo dicen en la conciencia de que este es el agravio que resienten más los mexicanos y como una forma de atraer el voto. Pero Anaya, ya sea por convicción o por el enojo que le han causado las maniobras del gobierno en su contra, ha tocado una fibra muy sensible para el electorado nacional. Las propuestas de crear una fiscalía independiente y una comisión de la verdad que revise los casos que este gobierno se ha rehusado a investigar, contienen los elementos para sacudir el sistema político. Estas expresiones, aunque no ganara Anaya, han obligado a los demás aspirantes a adoptar un tono más contundente y decidido, con fórmulas más precisas de cómo piensan combatir la corrupción y la impunidad. AMLO y Meade saben que hacerse de la vista gorda en esta materia puede ser letal para sus aspiraciones. Así las cosas, la administración saliente está metida en un lío sin precedente.
La pregunta clave es cómo reaccionará el gobierno ante una candidatura que sin ambigüedad alguna está decidida a castigar los actos de corrupción cometidos en este sexenio. Perder el poder, que no gane el PRI se ha convertido en una prioridad secundaria frente a la amenaza real de terminar en la cárcel y quizá, olvidarse de las fortunas obtenidas mediante la corrupción.
La reacción natural y predecible es que el PRI y el gobierno echarán mano de todas las herramientas a su alcance para impedir el triunfo de Anaya. El temor a ser procesados puede derivar en un uso más rudo del poder y de las instituciones y, probablemente, a la comisión de nuevos errores como fue la exhibición del video de la Procuraduría. El pánico no es un buen aliado a la hora de tomar decisiones.
El mayor riesgo por el que atravesamos como nación en estos momentos consiste en que, con tal de que su libertad y su patrimonio no se vean amenazados, nuestros gobernantes estén dispuestos a poner en peligro la estabilidad y la paz social de todos los mexicanos.