Hace algunos años, mis funciones diplomáticas me llevaron a Jerusalén. Hice un largo recorrido por las antiguas callejuelas, dejando que los pies me llevaran de forma espontánea a cualquier sitio de interés. Hasta el día de hoy guardo el recuerdo de un resquicio en un muro de piedra desde el cual puede observarse, a pocos metros, el Muro de las Lamentaciones, la Mezquita de la Roca y el Santo Sepulcro. La cantidad de historia que se acumula en cada rincón de esa ciudad es quizá incomparable en el mundo. No es por azar que Jerusalén sea uno de los sitios más venerados y, por lo mismo, más disputados del planeta.

No es por capricho o casualidad que en las resoluciones de Naciones Unidas y en los distintos procesos de paz, el status de Jerusalén siempre se haya dejado como el capítulo final y más complicado de las negociaciones. En teoría, cuando el Estado de Israel y el Estado Palestino acuerden el trazo de sus fronteras y el reconocimiento mutuo, la ciudad de Jerusalén será la capital de los dos países; la sección occidental para Israel y la oriental para los palestinos. Por esa razón, salvo el Estados Unidos de Donald Trump, ningún país asienta sus embajadas en Jerusalén, sino que las mantienen en Tel Aviv y en Ramallah, respectivamente. Es decir, ningún gobierno toma esa decisión hasta que no lo hayan pactado las dos partes en disputa. Ningún gobierno decide unilateralmente lo que no hayan acordado israelíes y palestinos, que son las entidades directamente interesadas. Hacer lo contrario, como lo ha hecho la administración Trump, no hace más que alejar las perspectivas de una paz duradera en esa región.

La decisión de la Casa Blanca cancela el papel mediador que desempeñó Estados Unidos desde los tiempos en que Henry Kissinger ofreció sus buenos oficios diplomáticos. Esa función intentará ser ocupada ahora por la Unión Europea, con la probable participación de Rusia, dada su influencia indiscutible en la zona, como quedó de manifiesto en el conflicto sirio.

Para Estados Unidos, la decisión de mudar su embajada a Jerusalén es un paso más hacia el aislamiento internacional que viene provocando la administración Trump. El mundo árabe, al que cultivó desde su primera gira internacional, ya no podrá sentarse cómodamente a la mesa con los estadounidenses, sin arriesgar la tranquilidad al interior de sus países. Irán y sus aliados shiítas, sobre todo en Líbano, tendrán nuevos argumentos para amenazar a Israel. Los musulmanes más radicales del mundo confirmarán que Estados Unidos es su enemigo y, por tanto, un blanco legítimo de ataques terroristas. Los niveles y protocolos de seguridad estadounidenses tendrán que elevarse inevitablemente, tanto en su territorio como en sus instalaciones y empresas en el exterior.

Lo cierto es que desde los Acuerdos de Oslo de 1993, con dos Intifadas de por medio, el proceso de paz en Levante no ha mostrado progresos significativos. La decisión de Trump devolverá el foco de atención a la zona y forzará la toma de decisiones, a romper el impasse.

En un momento en que la diplomacia de Estados Unidos está siendo desmantelada (nunca habían renunciado tantos diplomáticos de carrera), Trump abre frentes de conflicto de alto riesgo en distintas partes del mundo, sin una estrategia que dé visos de coherencia. Jerusalén es un paso más en esa peligrosa dirección.

Internacionalista

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