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Los mexicanos tenemos una relación muy complicada con el éxito. Famosa es la metáfora de las jaibas que intentan escapar de una cubeta y, mientras las de otras nacionalidades se ayudan entre sí para lograr salir, las mexicanas jalan a las demás hacia el fondo de su cautiverio. Pareciera que los logros de los demás fueran una afrenta, en vez de un referente o una fuente de inspiración.
Quizá sea producto de una envidia infinita o de estar conscientes de que una buena cantidad de fortunas se han forjado por medio de trampas y no como resultado del talento o el empeño. El caso es que el éxito en México es bastante mal visto. Esta mentalidad expresa que el avance de los demás debe obedecer a algún truco o artimaña, porque no resulta concebible que alguien sea más ingenioso o dedicado que uno mismo. Si una actriz progresa en su carrera, seguramente será porque mantiene un amasiato con el productor; nada que ver con sus dotes histriónicas. Si un empresario obtiene altos rendimientos, debe ser por sus contactos con el poder y su astucia para evadir impuestos; nadie se detendrá a pensar que haya invertido en nuevas tecnologías o en optimizar sus procesos. En el ámbito de la política es probablemente donde menos esté dispuesto el mexicano a reconocer que el éxito sea fruto de alguna virtud, por haber demostrado una alta vocación de servicio o por dedicar sus esfuerzos a la justicia o el bienestar. El político es visto, más bien, como un extraterrestre con altas dosis de egoísmo, cuya única pretensión es lograr que su cabeza sobresalga por encima de los demás y asegurar que el resto de los mortales les rinda admiración.
En esta temporada de fifís, el asunto del éxito se está complicando aún más. De acuerdo con la visión que a diario transmite nuestro presidente, un fifí no es solamente aquel catrín de los años treinta que calzaba zapatos de dos colores, sombrero de copa y leontina, lo que en lenguaje moderno podríamos denominar como un metrosexual. La caracterización va más allá: el fifí —según la nueva definición— es equivalente a ser conservador, mafioso, enemigo del pueblo o traidor, lo que en otras latitudes calificarían de contrarrevolucionario.
Aunque puede haberlos, el fifí no es necesariamente un sinónimo del éxito. Los fifís originarios provenían en su mayoría de la aristocracia nacional, la de los terratenientes y mineros, con muchas herencias y pocos méritos propios. El fifí del siglo XXI sería más propiamente el junior, el hijo de alguien que medra con los logros de su padre como si los mereciera.
Esta decisión de pintar a los mexicanos en dos tonos solamente —pueblo bueno o fifí maldito— tiene la gracia política de que los desposeídos sientan que hay un enemigo claro y que su presidente los representa en esa lucha contra la oligarquía. El problema es que ahonda la división, de por sí profunda en nuestra sociedad y, quizá lo más grave, desalienta a la gente a buscar grandes logros y realizaciones, con tal de que no lo tachen de fifí. De seguir así, la mediocridad será el rasero ideal para los mexicanos.
Internacionalista