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La inseguridad nos asusta, pero la corrupción y la impunidad nos indignan, nos tienen enojados. Esta sensación la compartimos muchísimos mexicanos y en buena medida está marcando la intención de voto. Por estas razones el PRI está en el sótano de las encuestas. Si bien no es el único partido que tiene corruptos en sus filas, el descaro y la magnitud que ha alcanzado la corrupción en este gobierno bajo las siglas del PRI es inusitado y es el motivo principal para explicar la ira de los mexicanos. Todo en la vida tiene sus costos y el repudio masivo hacia el priísmo es la consecuencia de sus actos.
Frente a la corrupción, la apuesta principal del gobierno era que el tiempo y los acontecimientos lo sanarían todo, hasta llevarnos al olvido. Se calculaba que con un buen escándalo fresco se olvidarían los del pasado. Pero no ha sido así. La memoria y la capacidad de indignación han mejorado notoriamente en el país. El hecho de que no se olviden los asuntos de Odebrecht, el socavón o la Estafa Maestra, entre tantos otros, forzó a una segunda estrategia: mantenernos distraídos un rato con la esperanza de que tendríamos un sistema robusto anti-corrupción. En el Congreso se debatió el asunto sin la intención política real de crear un mecanismo independiente y confiable de persecución de los corruptos. Algunos medios y organizaciones de la sociedad civil han mostrado mayores dotes de investigación y denuncia que todo el aparato de justicia del país, donde supuestamente se encuentran los profesionales para perseguir el delito.
En la medida en que fracasó el plan A y el plan B (el olvido y la nueva institucionalidad), se ha introducido un plan C y último: archivar los asuntos aunque la gente se enoje y, toda vez que en las elecciones se reflejará ese repudio generalizado, intentar alguna suerte de pacto para que, terminado el sexenio no sean tocados en sus personas o en sus bienes.
Nos encontramos en plena ejecución del plan C y al parecer está funcionando. Si analizamos el discurso de los candidatos de oposición, pasaron de comprometerse a perseguir y enjuiciar a los corruptos a un tono más moderado donde señalan que habrá justicia, pero no venganza y, más recientemente, a proponer que el 1º de diciembre será el parteaguas, una especie de borrón y cuenta nueva.
Desde un punto de vista electoral, este viraje es uno de los aspectos más sorprendentes de la campaña. Parecería evidente que la forma más eficaz de atraer el voto es haciendo eco del enojo de los ciudadanos ante la desaparición de nuestros impuestos y la malversación de los fondos públicos. Pero no es el caso. Los candidatos López Obrador y Anaya sacan mineral de todas las minas posibles, menos de la mina de oro que significaría insistir frente al electorado en que se van a recobrar los recursos desviados o abiertamente robados a la gente. De seguir así las cosas, sin un solo candidato que ofrezca recuperar esas fortunas, este será el mayor misterio de la elección del 2018 y dejará sucio el aire para iniciar un nuevo ciclo político.
¿Qué moneda de cambio puede ofrecer un gobierno saliente y desprestigiado a su sucesor para que no se les persiga? ¿Para que al menos devuelvan lo que no les pertenece? Quien sea que gane las elecciones se enfrentará a esta pregunta durante su mandato y, con eso de que ha mejorado nuestra memoria, seguramente será sometido a una enorme presión social para que tarde o temprano recuperemos lo robado.
Internacionalista