Conocí a John Bolton cuando ambos fuimos embajadores ante las Naciones Unidas. El hombre, de por sí agrio y con un sentido del humor que solamente él entendía, había llegado a la segunda posición de la diplomacia estadounidense sin obtener la ratificación del Senado. La administración de George W. Bush tuvo que meterlo por la puerta trasera, invocando un “recess appointment”, un nombramiento fuera del período legislativo. No lo ratificaban porque había mentido al Congreso, inflando cifras de arsenales nucleares inexistentes y por torcer informes de inteligencia.
Durante la disputada elección entre Guatemala y Venezuela para un asiento en el Consejo de Seguridad en 2006, cada vez que terminaba una ronda, se levantaba y cruzaba la sala de la Asamblea General hasta el asiento de México. La votación se realizó 41 veces, sin que al final alguno de los dos países contendientes obtuviera la mayoría necesaria. Bolton se colocaba a mi lado y comentaba los resultados. En la medida en que sus visitas a nuestra mesa se iban haciendo habituales, una buena tarde le pregunté por qué siempre venía al asiento de México. Con ese extraño sentido del humor tan suyo respondió: “quiero arruinarte la reputación”. La respuesta no me hizo gracia. Aunque tenía razón: su presencia era tóxica. Todo mundo en la ONU sabía de su adicción, su gran debilidad por los conflictos armados. Al final su sueño se cumplió con la invasión a Irak, una guerra fabricada a base de argumentos inventados y amenazas inexistentes.
Actualmente, en su puesto de Asesor Nacional de Seguridad, Bolton trabaja incansable para iniciar una nueva guerra, si posible hasta dos. Su blanco favorito es Irán, su segunda opción es Venezuela.
A pesar de los esfuerzos realizados por Europa para mantener a Estados Unidos dentro del tratado de desnuclearización con Irán, el gobierno de Trump decidió retirarse del acuerdo. De hecho, desde la llegada de Trump al poder, los iraníes se han cuidado en extremo para evitar cualquier roce con Washington. De poco les ha servido. Bajo la influencia de Bolton, Estados Unidos está aplicando la política de “máxima presión” y de manera provocadora han enviado dos flotillas de la marina al estrecho de Ormuz, por el cual transita uno de cada tres barriles de petróleo que se consumen en el planeta.
La postura de Trump, quien a fin de cuentas tendrá la responsabilidad de iniciar un conflicto bélico, es hasta ahora ambivalente. Su relación con Bolton es igualmente ambigua. Primero dijo que el bigote de Bolton le parecía ridículo, pero que le reconocía tener ideas firmes y claras. Después, a propósito de iniciar alguna guerra le puso el mote de hombre bomba. “Hay que controlarlo —dijo Trump— porque a toda costa quiere utilizar los arsenales norteamericanos”.
Para Trump, la guerra es parte de un cálculo electoral, al igual que Irak lo fue para Bush y Cheney. Si dentro de un año considera que un conflicto armado le garantiza la reelección, quizá tome ese camino. Por el momento, la apuesta política no es segura y, además, carecen de un pretexto suficientemente creíble y sólido para bombardear Irán. Pero Bolton, no nos quepa la menor duda, seguirá insistiendo.
A Venezuela también la ha amenazado, repitiendo que ninguna opción, incluyendo la militar, está fuera de la mesa. Sin embargo, Bolton sabe que el drama venezolano no se arregla con bombardeos. Tendrían que enviar tropas a las calles y convertirían al chavismo, de inmediato, en un movimiento guerrillero. Consciente de ello, Bolton mantendrá una retórica de altos decibeles contra Maduro, pero en las noches tendrá sueños persas.
Internacionalista