A raíz de la crisis venezolana, el presidente López Obrador ha señalado que nuestro país no se pronuncia sobre lo que ocurre en esa nación con la finalidad de que nadie en el futuro se meta con México. Esta tesis que pareciera una elemental demanda de reciprocidad, además de impracticable, contiene implicaciones más serias de las que se observan a primera vista.

Si en nuestro país se produjeran graves y masivas violaciones a los derechos humanos, por ejemplo, la comunidad internacional reaccionaría de inmediato, independientemente de que nuestra política exterior sea de no intervención o cualquier otra variante. Si México dejara de honrar sus compromisos internacionales, cancelara los derechos políticos y las prácticas de la convivencia democrática, vendrían acciones diplomáticas y reclamos de toda índole desde el exterior. Más aun, si las condiciones internas de México pusieran en riesgo la estabilidad y la paz de la región, como es el caso de Venezuela, el asunto sería procesado en los foros multilaterales más relevantes.

Mientras México mantenga su apego a las normas de la democracia, sus políticas no generen grandes éxodos de migrantes, mantenga el compromiso hacia los derechos humanos, no amenace a otros países, cumpla con sus obligaciones financieras o se convierta en abrigo de grupos terroristas, podemos quedarnos tranquilos de que la comunidad internacional apenas si volteará a vernos. Si cayéramos en alguno de estos supuestos, entonces sí, con política exterior de principios o sin ella, el mundo tomaría cartas en el asunto.

Gracias a esta práctica y a la acción concertada de la comunidad de naciones, se han eliminado regímenes como el apartheid, mitigado genocidios en la ex Yugoslavia o se sigue intentando alcanzar el desarme nuclear de Corea del Norte. Nadie se pregunta ni le importa hoy si el gobierno sudafricano esgrimía el argumento de la no intervención o si Kim Jong-un está a favor de la autodeterminación de los pueblos. La defensa colectiva y el respeto a valores que permiten la convivencia civilizada entre los Estados no admiten regresiones y por eso detonan la acción de la comunidad internacional.

A las grandes potencias es a quienes más irrita tener que someterse a las reglas internacionales. Conscientes de su poderío económico y militar, quisieran imponer su voluntad sobre países con menores capacidades. Sin embargo, en la mayoría de los casos se abstienen de hacerlo porque a pesar de su fortaleza, el resto de la comunidad mundial es capaz de hacer contrapeso a su comportamiento. Ello explica que a los gobiernos de Estados Unidos no les resulte muy simpático llevar sus asuntos al escrutinio de la ONU o que a Rusia no le fascinen las sanciones económicas que se le aplicaron después de la anexión de Crimea. Pero, afortunadamente, hasta los más grandes pasan por la aduana del enjuiciamiento internacional.

México puede y debe denunciar enérgicamente cualquier intento de abuso o chantaje a sus derechos soberanos como nación independiente. Esa denuncia, debidamente documentada, recibiría sin duda el respaldo de otras naciones y el repudio para el agresor. En la misma lógica, México debe estar dispuesto a respaldar a otros pueblos para mantener un orden internacional donde quienes poseen mayor fuerza no hagan lo que les plazca. Esto opera igual para el ejército de Maduro que para las grandes potencias.

Internacionalista

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