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En 1921 Yevgueni Zamiatin imaginó un mundo donde el derecho a la privacidad había sido aniquilado. En su novela Nosotros, plantea una sociedad que es controlada a través de la prohibición del secreto y la intimidad. Para lograrlo, las casas de ese mundo están hechas de cristal y los habitantes sólo tienen derecho a bajar la cortina en ocasiones restringidas. La dystopia de Zamiatin predijo un mundo donde el voyerismo se ha convertido en un método de control y sumisión. Su eficacia reposa en el hecho de que todos se vigilan a todos todo el tiempo. Se trata de un sistema de control perfecto; todos vigilan porque todos enseñan.
En el Teatro de los Insurgentes Diego Luna y Luis Gerardo Méndez alternan en la espléndida Privacidad. Una obra que denuncia los peligros de no cuestionar el mundo en el que vivimos. La premisa es adecuada: hemos sacrificado nuestras libertades individuales en pos de una supuesta conexión tecnológica con el otro. Pero hay un gran engaño; detrás del confort del gadget y la app el único fin es económico. Nuestros celulares y gadgets registran todo sobre nosotros para después usar esa información como moneda de cambio; las direcciones que visitamos, las tiendas que nos gustan, los horarios en los que nos movemos. Las grandes compañías recaban estos datos no para vender para nosotros, sino para vendernos a nosotros. Con un algoritmo y un poco de suerte, Facebook y Apple pueden predecir nuestra siguiente compra: ellos no nos venderán ese producto directamente, simplemente venderán nuestra información a quien lo vende.
Para ello ni siquiera tienen que usar la fuerza. La industria de la tecnología gasta millones en hacernos creer que cederles nuestra vida privada es conveniente. Y cuando eso no es suficiente nos dan una disyuntiva poco generosa: o aceptas nuestras términos o no puedes participar en esta gran “comunidad.” Su éxito es alarmante. La noción de que “ser visto es la única forma de existir” es el motor detrás del éxito de Facebook, Instagram, Twitter y muchas de las redes sociales. La idea es relacionar la noción de éxito social con la cesión de la vida privada. ‘Entre más enseñes, más popular vas a ser.’ Y entre más enseñas, más información tienen ellos para utilizar en su beneficio.
Las empresas privadas no son las únicas que recopilan nuestra información e invaden nuestra privacidad. Gracias a los avances tecnológicos, los gobiernos espían a sus ciudadanos como nunca lo habían hecho en la historia. De 2006 a 2009, la NSA monitoreo de forma diaria 17 mil 835 teléfonos en Estados Unidos, pero sólo mil 961 cumplían con las características determinadas por la misma agencia para ser motivo de monitoreo. La información filtrada por Edward Snowden en 2013, arrojó luz sobre la magnitud del espionaje gubernamental. De igual forma, en México, un reportaje del New York Times delató lo que todos ya sabían: el gobierno mexicano espía sin escrúpulos a cualquier ciudadano que pudiera ser de su interés.
Sin embargo hay una diferencia en cómo nos relacionamos con la invasión de la privacidad cunado viene de gobierno y cuando viene de corporaciones. Jamás aceptaríamos voluntariamente que el Estado nos vigilara de la forma en que lo hace, y en cambio, aceptamos gustosos que nuestros propios celulares espíen nuestras vidas para que las empresas e incluso los mismos gobiernos puedan utilizar nuestra información. En el mundo de Zamiatin todos están obligados a tener las persianas arriba, en el nuestro, hemos voluntariamente aceptado abrirlas. La solución no es dejar el mundo digital, sino exigirle a los gobiernos y a las empresas políticas responsables y éticas que respeten la privacidad del usuario/ciudadano. Se trata de invertir la coartada empresarial favorita de la industria tecnológica: No más empresas que nos exijan aceptar sus condiciones de privacidad o no ser partes de su comunidad, mejor, exijamos que acepten nuestras condiciones si quieren ser parte de nuestra comunidad.
Analista político. @emiliolezama