Emilio Lezama

Porno y política

16/09/2018 |03:17
Redacción El Universal
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Jean Baudrillard acuñó el término hiperrealidad para referirse al fenómeno en el que la realidad es sustituida por una versión aumentada o distorsionada que el sujeto asume real. La pornografía se plantea como una representación del acto sexual a través de símbolos, poses e imágenes que crean un simulacro del verdadero acto. La pornografía no es sexo porque carece de todos los elementos que lo componen: sensualidad, placer, etc.. de la misma forma que un globo terráqueo no es el mundo sino una representación simbólica de él. Sin embargo, a diferencia del globo, el objetivo de la porno es hacernos creer que sí es sexo. Cuando el acto se vuelve representación, cuando la realidad es sustituida por un conglomerado de símbolos, el mundo se convierte en una simulación.

El universo político posrevolucionario fue construido de esta misma forma. Como un gran escenario sobre el cual se montaría una representación frívola y fastuosa de la realidad social, política y económica del país. Al igual que en la porno, en el escenario político lo más importante es la forma no el fondo. El constructo está diseñado para que las cámaras se enfoquen en el escenario; de esta forma la simulación obtiene su mayor victoria, que el público confunda la simulación con la realidad. El punto ciego de la porno es la sexualidad pues la evade reemplazándola por un exceso de símbolos sexualizantes. El punto ciego del escenario político es la realidad pues la reemplaza por un mundo de gestos y formas politizantes.

Los elementos que dan forma a estas hiperrealidades suelen ser similares; un “set” bien curado como para aparentar su autenticidad, pero lo suficientemente plástico para permitir que los actores puedan navegar su alfabeto simbólico. En el universo político existen dos escenarios principales; el espacio íntimo de interlocución entre sus miembros y el espacio público en el que mantienen una comunicación unidireccional con la realidad. En el primero los políticos enarbolan un lenguaje señorial y adulador lleno de retórica; los sustantivos vueltos palmaditas en la espalda, una comunicación hipnotizante no hecha para fluir sino para circunnavegar la idea del poder. En la tribuna pública los discursos buscan la grandilocuencia; ahí las personas se construyen en personajes y para ello buscan otro tipo de efecto, dramatismo, formalidad, épica.

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El problema de la conglomeración excesiva de los símbolos es que esteriliza la posibilidad de interceder en la realidad. Donde abunda la simbología, escasea la acción. La política en México es sumamente protocolaria pero poco efectiva. Los grandes anuncios, las grandes propuestas provenientes del escenario político no encuentran forma de colarse al mundo donde habitamos porque la simulación no reconoce la existencia de lo que simboliza fuera de sí misma. Esto fue más cierto que nunca en los últimos años. Al incorporar las cámaras a su teatralidad habitual, el sexenio montó un espectáculo de simulación sin precedentes. La política pública fue sustituida por símbolos de ella; se organizaron protocolos espectaculares para anunciar acciones, pero estos protocolos reemplazaron a la ejecución de esas políticas sobre el campo de la realidad; como si la enunciación del acto fuera el acto en sí mismo. Ante la crisis de la casa blanca o las agresiones a periodistas, la clase política organizó un espectáculo fastuoso desde su escenario simbólico pero no intercedió en la realidad; es decir el símbolo de la solución se convirtió en la solución. La hiperrealidad que Baudrillard acuñó a la pornografía, convertida en hiperpolítica.

En la hiperrealidad del porno el zoom permite ver realidades que el individuo no puede experimentar en el acto real. En la hiperpolítica el zoom de la prensa nos ha permitido ver modos de vida que no podemos experimentar. En ese sentido lo más refrescante de esta alternancia partidista ha sido ver caer elementos de la simbología de los últimos sexenios. Después de 6 años de una política de set televisivo, se sintió extraño ver a un presidente electo moviéndose libremente entre la gente, reuniéndose con víctimas de violencia y respondiendo preguntas sin intermediación de productores, como si de alguna forma, por primera vez en mucho tiempo, se aceptara la existencia de un mundo externo lleno de complejas y distintas “realidades”.

Sin embargo, el riesgo de destruir un universo simbólico es que éste sea reemplazado por otro. Es imposible vivir sin símbolos, pero es conveniente un mundo donde los símbolos no sustituyen a aquello que representan. Intercambiar la simbología de la opulencia y el poder por la simbología del tupper y la austeridad solo creará una nueva forma de la hiperpolítica y con ello de la parsimonia política. El gran reto del nuevo gobierno no es reemplazar los símbolos sino cambiarlos por acción. El tupper solo funciona si la realidad que lo vuelve necesario es transformada. No queremos un nuevo globo terráqueo, queremos un nuevo mundo.


Analista político