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El 7 de febrero de 1497 miles de personas acudieron a la Plaza de la Señoría en Florencia para quemar objetos que consideraban impuros. Miles de libros, pinturas y esculturas alimentaron el fuego aquel día; detrás de todo estaba un hombre; Girolamo Savonarola, un fraile italiano que reclamaba una religión más pura y había convocado ese día para deshacerse de todos los objetos que alimentaran las vanidades. Savonarola no era gobernante pero su influencia en la sociedad era tal que aquel día el gran pintor Sandro Botticelli acudió personalmente a quemar mucha de su obra. La influencia es una forma del poder y las sociedades otorgan el poder de influencia a aquellos individuos que reflejan las aspiraciones de una sociedad.
En el contexto actual la llegada de las redes sociales ha abierto la posibilidad de construir fama sin necesidad de intermediarios. En ese contexto la influencia ha pasado de ser una consecuencia de algo más a convertirse en un ente en sí mismo. Es decir, de adjetivo se ha convertido en sustantivo: el “quiero ser un pintor influyente” ha sido sustituido por el “quiero ser un “influenciador”. Esto crea una disociación entre la creación y la influencia que antes no existía. Las hermanas Kardashian se volvieron influencers porque decidieron compartir la intimidad de su vida con el mundo y únicamente como resultado de ello, decidieron incursionar en productos de belleza e incluso en la literatura. Ni el producto de belleza ni la obra “literaria” fueron el origen del poder de influencia, sino su consecuencia.
El ejemplo de estas influyentes hermanas es ilustrativo; la novela atribuida a las hermanas Kardashian no fue escrita por ellas, pero para el nuevo modelo esto no es importante pues lo que está en venta es la vida misma como un producto. ¿A la vida de quien quieres que se parezca tu vida? Ahí el cambio; las personas que han obtenido influencia por las fotos de sus cuerpos, de su comida, de su mundo, han construido su vida como un producto vendible pero no han creado o inventado nada nuevo en el mundo. El resultado es un nivel muy grande de ansiedad entre los “influenciados”; una cosa es no poder acceder a un objeto deseado y otra cosa es el no poder tener una vida deseada.
El éxito del influencer está creciendo de manera exponencial. Este año, se calcula que nada más en Instagram el mercado de influencers tiene un valor de 1.6 billones de dólares y ese número está creciendo rápidamente; para 2020 será de 10 billones de dólares. Por ello, no es sorprendente que la mayoría de las empresas están gastando cada vez más en influencers y menos en publicidad: los influencers son entes de la mercadotecnia, no de la producción, y deben ser entendidos como tal.
Sin embargo, el frenesí por entender el mundo de los influencers ha sido tal que en lugar de confinar el fenómeno a su rol mercadotécnico, la sociedad les ha otorgado una voz y una influencia social en áreas que jamás hubiera permitido a la mercadotecnia tradicional. En ese sentido, la política, el arte y la cultura se han visto obligadas a someterse a la misma receta que las grandes empresas; como el mercado de influencias está cada vez más dominado por agentes que son influencers profesionales antes que artistas, políticos, deportistas o empresarios, estas áreas de la producción humana han otorgado más poder a aquellos que no producen que a los que sí. El resultado es una cultura, política y sociedad curada por las necesidades y gustos de este nuevo sector cuyo principal incentivo es económico. Al igual que el intelectual, el crítico y el periodista, el influencer usa su “prestigio” para influenciar a la sociedad; pero a diferencia del deber-ser de estas otras profesiones, el influencer responde a arreglos económicos y no a criterios sociales, políticos o culturales.
Así como las diferencias sociales se aseveran cuando la economía da más valor al retorno de capital que a la producción, en la construcción de cultura, conocimiento y política, confundir al intermediario con el productor puede tener consecuencias importantes. En nuestro esquema económico los influencers son necesarios como intermediarios comerciales, pero no deben ser tratados de visionarios o creadores sociales. La historia de Savonarola nos recuerda que siempre han existido charlatanes y siempre hay que tener cuidado de darles demasiado poder. Al final de cuentas los que crean son los que transforman el mundo y este mundo necesita muchos cambios. Aunque sea como metáfora; necesitamos más poetas y menos influencers.
Analista político