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Hay una pregunta que no nos hacemos con suficiente frecuencia. ¿por qué entre todos los miembros de la clase política, no nos ha tocado una figura verdaderamente transformadora como gobernante? ¿Por qué cada seis años tenemos que escoger entre el menor de los males? Una explicación a ello está en la construcción narrativa del sistema político mexicano. El sistema no sólo es corrupto sino que inconscientemente busca comunicar y presumir esa imagen de corrupción porque esta imagen lo protege de aquellos que pudieran acabar con sus privilegios. Aunque esto podría parecer contra-lógico, en la realidad la imagen paupérrima del sistema político es un mecanismo muy efectivo para blindarse de amenazas externas. La podredumbre desincentiva la participación de quienes quieren luchar contra ella. ‘Como todo está mal, mejor no hacer nada, o hacer algo en otra parte.’
En México, la clase política ha deslegitimizado tanto su propio quehacer que han hecho que los mejores perfiles del país opten, voluntariamente, por alejarse del mundo político: la desilusión es una gran herramienta al servicio de la corrupción. La gran apuesta de los deshonestos y los incompetentes es hacernos creer que todos son iguales. Por supuesto que esto no es cierto, pero como el problema está extendido a través de partidos, corrientes e ideologías de una manera más o menos homogénea, la noción es empujada desde varias trincheras y, por lo tanto, validada. El PRI es el mayor beneficiado porque junto con el PVEM son los únicos sistemas partidistas inherentemente corruptos; mientras que los otros partidos albergan altos índices de corrupción, el PRI y el PVEM están construidos a partir de ella. Al final de cuentas en términos de impacto esto importa poco, porque independientemente de su origen, la corrupción ética, ideológica y económica se reparte entre todos y construye una identidad transversal a la política.
Esta identidad se crea día a día, en la repetición incansable de acontecimientos y su distribución entre las fuerzas políticas. Tan sólo en la última semana hay un carrusel de acontecimientos que dejarían a cualquier mexicano con buena voluntad vacunado contra el ejercicio político: el gobernador de Oaxaca se muestra ausente ante la gran crisis del terremoto, los priístas logran imponer a un gobernador en el Edomex, el partido Verde impone al candidato de Morena para la gubernatura de Chiapas, en Puebla una joven es asesinada y el gobernador del estado tarda 72 horas en reaccionar; el ex gobernador de ese mismo estado gasta millones burlando al sistema para promocionar su imagen, el presidente del PRI en San Lázaro insiste en que buscarán imponer al #FiscalCarnal, etcétera, etcétera…
El resultado es atroz: por un lado, los mejores perfiles de las nuevas generaciones se alejan de la política; por el otro, una mayoría importante de aquellos que sí se deciden a buscar una carrera partidista lo hacen para beneficiarse del poder y de la impunidad que viene con él. Este segundo tema no es menor, más allá de la falsa retórica con la que los aprendices de político intentan remedar a sus figuras de admiración, hay que hacer una pregunta muy seria: ¿Qué incentivos mueven hoy a un joven a iniciar una carrera política en un partido como el PRI? ¿Ideología? No hay. ¿Voluntad de cambiar a México? Imposible. ¿Convicciones sociales? ¿Cuáles? Esto mismo aplica, en diferentes medidas, para todos los otros partidos políticos. Habrá sin duda excepciones, pero el algoritmo del sistema beneficia a los que buscan el poder con fines individuales.
Las formas en las que la clase política excluye a quienes pretenden cambiar las formas de hacer política son tres. 1.— Desalentar a los que quieren cambiar el sistema para que no participen, de tal forma que los partidos se llenen de cuadros ávidos de replicar el sistema 2.— Aquellos pocos honestos que lo intentan no logran el éxito porque en este sistema si quieres ganar tienes que actuar como los ganadores, y los ganadores son los que se han corrompido. Y 3.— Los pocos honestos que logran superar los dos primeros filtros son enterrados bajo la construcción narrativa que los corruptos buscan imponer en el imaginario común: todos son iguales.
No todos son iguales, pero mientras el sistema siga buscando que así sea o por lo menos, así lo creamos, de alguna forma perversa, así será. En México seguirán ganando los malos.
Analista político