El inicio de 2018 se ve como una etapa compleja para el gobierno mexicano en materia de relaciones exteriores.

El presente gobierno carga un historial de fricciones con diversos actores y organismos internacionales. Desde el grupo de investigadores independientes hasta el gobierno actual de Estados Unidos, pasando por organismos internacionales la lista se llena de conflictos y agravios que dejan el papel de México a nivel mundial en apuros.

Este no es un fenómeno nuevo, sin embargo en pocas ocasiones México se ha mostrado con una cuota de prestigio tan laxa como ha ocurrido en los últimos dos lustros. Ya sea porque perdemos presencia frente otros países que crecen descomunalmente o debido a que se trata de sostener una “realidad alternativa” ante el concierto de las naciones.

Ya hace más o menos una década el llamado “milagro brasilero” nos había relegado a un segundo plano como país de referencia en Latinoamérica, parecía que atestiguábamos el nacimiento de un coloso sudamericano que podría rivalizar con las potencias del norte.

Como ahora sabemos, el fenómeno lleno de esperanza del Brasil de Lula ha quedado en el pasado. Ahora Brasil se debate entre escándalos de corrupción, destituciones presidenciales y una deuda social y económica derivada de las aventuras deportivas que lo tiene al borde del conflicto social. Muy poco ha quedado del gigante en crecimiento. Esto, sin embargo, no significa que hayamos retomado el papel de líder, pues nuestros propios problemas, quizá mayores que los de los cariocas, nos lo han impedido.

La pérdida de protagonismo, así como la incapacidad para recuperarlo, resultan de la falta de coherencia entre el discurso, el incumplimiento de compromisos y las acciones tibias del gobierno actual. Intentos de construir realidades alternativas por parte del gobierno que nadie, dentro y fuera de México, compra ni cree.

El discurso esgrimido en favor de los derechos humanos y el estado de derecho es pan de todos los días, sin embargo abundan pruebas de que no existe la voluntad política para llevarlo a cabo en la realidad. Basta recordar las trabas que se pusieron al GIEI, los conflictos ante el alto comisionado de la ONU al señalar que la tortura era habitual en nuestro país o, como ejemplo más reciente, el caso omiso que se hizo ante las peticiones de vetar de la ley de seguridad interior por parte de diversos organismos mundiales.

Estas acciones han puesto al Estado mexicano en claro conflicto con más de 75 tratados internacionales ratificados en materia de Derechos Humanos. Tratados que determinan su rol y deberes en casos de tortura, sobre protección de la niñez y derechos de los migrantes, por mencionar solo algunos rubros. De esta forma es difícil que la comunidad internacional vea nuestro país de forma seria y como una nación confiable.

Finalmente, hablemos de las acciones. En este rubro el mejor ejemplo del año se dio hace un par de semanas cuando México se abstuvo de votar en el pleno de las Naciones Unidas sobre el pronunciamiento de Estados Unidos que consideró a Jerusalén como capital del estado de Israel.

No solo mostró que la cancillería no es capaz de continuar una diplomacia independiente y en su lugar la sustituyó por una actitud medrosa ante las posibles consecuencias en la negociación del TLCAN. Se mostró que, además de la ausencia de firmeza, se carece de conocimiento de la persona que preside a nuestro vecino del norte, quien hará lo que le dé su anaranjada gana sin motivos justificados. Así pues, ¿para qué además mostrarnos temerosos?

Si esta mezcla le sumamos que el sexto año de gobierno en México siempre encuentra un gobierno debilitado por la pugna electoral, podemos afirmar, sin miedo a equivocarnos, que la política externa de nuestro país a lo largo de 2018 consistirá en puros buenos deseos y nada de realidades.

Académico, analista y consultor en comunicación política
@HigueraB

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