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Uno: una familia se detiene en la carretera porque uno de sus miembros tiene que bajar para poder hacer sus necesidades fisiológicas. Este momento es aprovechado para que una banda de asaltantes agreda a la familia, llegando al asesinato y la violación.
Dos: un empresario crea una inmobiliaria para la construcción de unidades habitacionales de interés social. A los pocos meses de entregadas las viviendas presentan daños estructurales, además se producen filtraciones que provocan una peligrosa humedad para la salud de sus habitantes.
Tres: un medio informativo denuncia, tras una rigurosa investigación, que dependencias del gobierno federal han estado realizando millonarios movimientos inusuales e ilegales. El esquema que se utiliza es el de contratos fantasma a través de instituciones de educación superior, universidades y tecnológicos, de varios estados. Ninguno de los responsables en esos ejemplos fue objeto de ninguna sanción.
Los mexicanos vemos solamente a la corrupción como la causa de historias como las narradas. Sin embargo, no siempre es así. Un elemento casi siempre olvidado en esta ecuación es el resultado final, la impunidad.
Corrupción e impunidad son, en la mente de muchas personas, sinónimos y equivalentes. Sin embargo, si queremos cambiar la situación de nuestra sociedad debemos entender la diferencia entre ellos y las consecuencias que se puede tener en caso de no hacerlo.
Corrupción se define de forma amplia como el abuso del poder para provocar un beneficio propio. Generalmente pensamos en algún funcionario de gobierno o algún organismo del mismo que realiza alguna acción para obtener provecho político y de paso dinero ilegal. Sin embargo muchas veces los particulares cometen actos de corrupción y el poder involucrado va más allá de la política. Esto significa que toda persona puede entrar en el aro de la corrupción, desde el ciudadano que colabora con la “mordida”, hasta grandes empresas que deciden presionar a comunidades y funcionarios para obtener beneficios fuera de la ley —como sucedió en el caso Odebrecht.
Por otro lado, la impunidad, de acuerdo con Kai Ambos, “implica la no persecución penal de conductas (acciones y omisiones), que encuadran en principio en el Derecho Penal nacional material y que pertenecen a la criminalidad común, pero que —por razones más bien fácticas que normativas— no resultan castigadas”. En otras palabras, el que la hace, no la paga.
Por un lado está el hecho de que alguien toma ventaja de los demás a través del poder —económico, político, de género, etcétera— para sacar provecho de forma inadecuada y más allá de las leyes y normas de una sociedad, por el otro la situación de que quienes cometen tales faltas tienen un grado de tranquilidad muy alto, pues no serán castigados.
Uno de las mejores alegorías de esto se encuentra en la novela de Antoine de Saint-Exupéry, El Principito. El pequeño protagonista nos narra que su planetoide está siempre en riesgo de que crezcan baobabs que terminen por invadir toda su superficie, incluso al punto de destruirlo. Por eso siempre que encuentra una pequeña hierba en el suelo, se hace cargo de limpiarla para que no suceda nada de esto.
Igual que él, todas las personas y organizaciones de nuestra sociedad deben buscar cómo arrancar de cuajo cada pequeño brote de corrupción, evitando que crezca a través de no hacer nada, fomentando la impunidad y dejando que el problema crezca hasta dimensiones casi imposibles de enfrentar.
Debemos pensar que la impunidad y la corrupción son el producto de décadas de no hacer nada, mirar al otro lado y de complicidad, voluntaria en muchas ocasiones.
Si nos dan miedo los enormes árboles de corrupción podemos evitar que otros crezcan y organizarnos con más personas para poder enfrentar la tarea enorme. El cambio debe provenir de nuestra acción conjunta.
Sin duda, nuestro pequeño planeta lo agradecerá.
Académico y analista