La masacre de Columbine, de la cual se va a cumplir su vigésimo aniversario, es el ejemplo paradigmático de los tiroteos en escuelas, no por el número de decesos en un mismo evento (desafortunadamente ya superado en los años sucesivos), sino porque ha sido al que mayor cobertura se le dio en su momento y el que generó el mayor impacto en la opinión pública no sólo de Estados Unidos, sino del mundo entero. En tiempos recientes la humanidad ha sido impactada por actos de odio ejercidos por personas con acceso a las armas, como el del supremacista blanco en Christchurch, Nueva Zelanda, o el de dos estudiantes de una escuela de Sao Paulo, Brasil, tan sólo unas semanas después de que el presidente ultraderechista Jair Bolsonaro anunciara la libre portación de armas, “porque así lo decidió el pueblo”, justificó.

Por su parte, la obsesión y devoción que llegan a sentir algunos sectores de la sociedad norteamericana por las armas es tal que en personas, en especial adolescentes, les hace traspasar los límites hasta cierto punto comprensibles de su derecho a contar con un medio de defensa, y les impulsa a querer probar ese armamento en contra de otros, eligiendo las más de las veces como víctimas a esas personas cercanas con las que en algún momento llegaron a tener algún roce personal. Incluso algunos de quienes han empleado pistolas o rifles en contra de compañeros de la escuela o el trabajo, lo han hecho con armas que no eran de su propiedad directa, pero a las que tenían acceso porque estaban en el interior de sus hogares, compradas por otro miembro de la familia.

La Segunda Enmienda adoptada en la Constitución estadounidense garantiza el derecho individual de los ciudadanos norteamericanos a poseer armas de fuego para ser utilizadas en casos de legítima defensa, con todos los riesgos que ello implica. Hoy aterra saber que en Estados Unidos, hasta dos terceras partes de sus ciudadanos se oponen a la derogación de dicha enmienda, lo que habla del temor de las personas comunes a ser vulnerables a ataques, así como de la desconfianza en sus policías y la inseguridad en la que los norteamericanos también se sienten sumergidos.

El presidente Donald Trump ha expresado muchas veces su fantasía de un país más seguro en la que los propios norteamericanos cumplan la función que sus policías no están haciendo, pero es increíble que una industria como la dedicada a la fabricación y distribución de armas haya logrado engañar a tantos estadounidenses en un tema que para el resto del mundo es bastante obvio: el tener armas en algún momento se revierte contra quienes las poseen, dado que su posesión exige no sólo capacidad económica para adquirirlas, sino también estabilidad emocional para saber que lo mejor es tenerlas pero nunca jamás llegar a necesitarlas.

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