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México acumula casi un cuarto de siglo con relativa estabilidad económica. La última gran crisis, la de 1995, dejó lecciones que por los resultados vistos desde entonces parece que fueron bien aprendidas. La libre cotización del dólar, la acumulación de reservas internacionales y poner límites a la deuda contratada por el gobierno federal son algunas de ellas.
En lo individual, familiar, empresarial o gubernamental, los problemas económicos comienzan cuando se rompe una fórmula muy simple: gastar más de lo que se gana o cuando el nivel de endeudamiento se encuentra muy por encima de los ingresos anuales. Aunque no hay uniformidad para establecer un nivel “óptimo” de deuda como proporción de la riqueza de cada país, diversos organismos internacionales y calificadoras de riesgo recomiendan a México que no exceda de 40% de su Producto Interno Bruto.
Hace tres años, por mantener porcentajes hasta cinco veces más altos, Grecia estuvo al borde de la bancarrota, y Portugal, Irlanda y España presentaron elevadas tasas de desempleo, además de sangría de recursos públicos.
Hace dos años la deuda mexicana como proporción del PIB comenzó a alcanzar niveles de alerta. Los señalamientos desde el exterior sirvieron como presión al gobierno federal para frenar esa curva alcista. A pesar de que pudo corregirse la tendencia, la actual administración heredará a la gestión de Andrés Manuel López Obrador una deuda de proporciones históricas: la más alta que reciba un gobierno en los últimos tres sexenios. Cuando Ernesto Zedillo concluyó su gestión, en 2000, la deuda pública ascendió a poco más de 2 billones de pesos, desde entonces la deuda casi se quintuplicó para llegar al registro actual de 9.9 billones de pesos, equivalente a 42.4% del PIB.
Que un país adquiera deuda no tiene por qué ser considerado una mala decisión. Esos recursos, bien empleados, pueden servir para detonar proyectos de infraestructura —y así fomentar el desarrollo— o para enfrentar situaciones de incertidumbre económica mundial. Lo reprobable surge cuando se ignora el uso del dinero o cuando se tienen que elevar impuestos para hacer frente a los compromisos futuros adquiridos con ese crédito. Si no hay inversión pública productiva para justificar el endeudamiento, siempre queda el riesgo de que su destino haya sido el derroche.
El próximo gobierno recibirá una pesada losa, cuya carga solo podrá aligerarse si se da un manejo de la economía responsable. Ese ha sido el compromiso del equipo entrante. Toda una nación lo agradecerá.