En mi última colaboración comenté la importancia del recuerdo y la memoria en la tradición judaica. Una lección que debería ser practicada por todos, incluso desde una perspectiva republicana y constitucional, pues añade a la tolerancia y a la solidaridad entre los pueblos. Memoria y recuerdo de qué hemos sido y cómo hemos llegado a donde estamos, aportan coordenadas que nos muestran hacia dónde vamos y por qué vamos hacia allá.
Afirmé que el ejercicio deliberativo al que la tradición judaica somete las sagradas escrituras implica un reconocimiento de los otros como sujetos iguales. Ese reconocimiento, decía, invita a que practiquemos valores como la tolerancia y la solidaridad pero son estos valores también los que vienen impregnados de otra actividad que requiere del acercamiento y del entendimiento con el otro: el perdón. Perdonarnos, entendernos y permitir explicarnos son los ejercicios que la tradición judía viene practicando desde hace miles de años.
El perdón está estrechamente vinculado con el recuerdo y la memoria. La cultura judaica siempre lo ha sabido. El ejercicio del perdón, en el judaísmo, es una de sus prácticas más arraigadas. La celebración del Yom Kippur, día del perdón, es el momento más sagrado del calendario judío, pues en él se unen el recuerdo, la memoria y, por supuesto, el perdón. Bajo esta tradición, la capacidad de perdonar a quienes nos hacen daño, implica elegir qué recordar de ellos. En lugar de recordar problemas, dificultades e insatisfacciones, se recuerdan bondades y alegrías. Siendo este el primer escalón para sembrar una cultura del perdón y para procurar poner las cosas bajo el prisma de la mejor interpretación.
El perdón en el judaísmo no es cuestión de una sola fecha. No es algo que se extinga en una sola celebración, forma parte de su forma de ver y de vivir. Así se distinguen, y así viven aquellos que, por demás, han sufrido del mismo castigo que Caín al ser continuamente desterrados, continuamente perseguidos, continuamente extranjeros. Aun así, y a pesar de, cultivan y fortalecen a lo largo de los años una práctica muy hablada, pero muy poco ejercitada por todos en el mundo: el perdón a través del recuerdo.
Tan sólo el jueves 26 de abril, como botón de muestra, en el diario El País se lee una nota que lleva por título: “Berlín se pone la kipá”. Algunos eventos anti-semitas han logrado indignar a toda la población berlinesa; la kipá se convierte en un símbolo en contra del antisemitismo, pero sobre todo en un símbolo del perdón histórico. Dos pueblos que se han sabido perdonar e integrar. Que han logrado ver en el otro a uno mismo. Tal y como lo describe el cuento de Eduardo Sangarcía, El desconocido del Meno. Sangarcía nos relata el encuentro entre un sobreviviente judío de la Segunda Guerra Mundial con su captor. El rostro, la risa, la voz, le recordaban las atrocidades que este sujeto le había propugnado, lo mucho que había sufrido, las humillaciones a las que lo había sometido. Empero, su presencia física, su desparpajo, su capacidad de auto-perdonarse por acciones del pasado, que si antes no tuvieron sentido, menos ahora, hacen que vea en él a otro ser humano, una persona que comente errores, que no es infalible, que se arrepiente, que se avergüenza. Ese reconocimiento y esa memoria lo invitan a sentarse con él y compartir una cerveza mientras ven el futbol.
El perdón judaico es otra lección que debemos aprender. No es el perdón que desaparece, no es el perdón que olvida, no es el perdón que trata de enmendar lo destruido. Es el perdón de quien entiende, de quien asimila, de quien se logra poner en el lugar del otro y acepta. El perdón es algo más que la muestra de aceptación ante el arrepentimiento ajeno, implica entendimiento y aceptación; implica una renuncia irrebatible al odio, al rencor y a la venganza.
Embajador de México en los Países Bajos.
Representante permanente ante la OPAQ