En su último mensaje al cuerpo de embajadores, el pasado 11 de enero, el presidente Peña Nieto marcó la postura que México ha de seguir en el transcurso del próximo año. Dentro de todos los temas que abordó, hay uno de vital transcendencia para comprender el modelo de Estado que se ha venido construyendo y consolidando en los últimos años en México. El presidente Peña dijo que: “por momentos, y desde diferentes rincones del mundo, se extendió una sombra de desconfianza a la globalización, de rechazo a la apertura comercial y de escepticismo al multilateralismo. Lejos de debilitar nuestras convicciones, estas amenazas reafirmaron los valores de México: integración, apertura y acción colectiva”.
Hace quince días, en las páginas de este mismo diario, comenté que una de las causas que han generado el nacimiento de nacionalismos perniciosos en el mundo, ha sido el mal entendido que hay sobre la globalización y la apertura del mercado.
Como afirmó el Presidente en aquella ocasión, ésta creencia se ha generalizado en varios rincones del mundo. Se sostiene que la apertura de los mercados y el comercio internacional tienden a adelgazar y a debilitar las democracias, a minar las estructuras de gobierno y a deteriorar las economías internas de las naciones, socavando de esa manera la participación social, la estabilidad de las instituciones y la economía interior. Esa creencia establece que dado a que las reglas se ponen “desde fuera” deja de ser importante lo que consideramos desde “dentro”.
La creencia no es del todo equivocada cuando se entiende a la globalización como un mecanismo económicamente voraz que consumirá toda clase de mercado nacional. Bajo este paradigma, que podríamos denominar como hiperglobalización, sin duda, tarde o temprano, se perderían muchas de nuestras instituciones financieras y de nuestro mercado nacional. Sin embargo, la globalización no debe entenderse siempre de ese modo. Esto es claro para el Presidente de la República, cuando afirma que en el mundo: “esas aportaciones exigen involucramiento, no asilamiento; apego a principios, pero también capacidad para aplicarlos con lucidez; promoción del interés propio, junto con empatía para comprender las circunstancias del otro”.
Es decir, una globalización que implique una sana convivencia, un fino equilibrio entre gobierno, democracia y globalización. Este equilibrio, de hecho, constituye uno de los retos más significativos para el Estado liberal del siglo XXI. Las reglas del mercado globalizado ya han sido desencadenadas, y una vez sueltas las naciones sólo tienen dos opciones: incluirse en el juego del mercado internacional o cerrarle las puertas y aislarse. Esto son, en el siglo XXI, las únicas dos opciones posibles: mercados globalizados o aislacionismo económico. Sólo en la hiperglobalización y en el aislacionismo la democracia y la estabilidad gubernamental tienden a desaparecer. Es decir, el trilema de Rodrick que denuncia la incompatibilidad entre democracia, determinación nacional y economía global, sólo se da cuando bajo esos dos términos entendemos a la globalización como un mercado más en el mundo que compite con el resto de mercados, pero no se da al comprenderla como la unión de mercados nacionales alrededor del mundo.
De hecho, la globalización no sólo es armónica con la democracia y la determinación nacional, sino que requiere de ellas. El mercado de las naciones se robustece a partir de instituciones sanas de gobierno, estabilidad estatal y decisiones ciudadanas. Lo que México busca, y debe seguir buscando, es una relación sana con la globalización; una relación inteligente, guiada por principios, que no someta nuestras decisiones internas que, cuando entren en conflicto sepamos que, siempre, nuestros valores saldrán ganando.
Embajador de México en los Países Bajos.
Representante permanente ante la OPAQ