Hubo una época, no hace mucho tiempo, en la que se creía en los valores universales. En la que salían las personas a las calles a reclamar sus derechos por el simple hecho de ser seres humanos y, se les escuchaba. En la que se creía en el valor de la libertad y se luchaba por la igualdad y se hacía con bases sustantivas y sensatas. Hubo una época en la que se luchaba por lo realmente importante y se pensaba perecedero. Esta época, que fue el producto de las más grandes tragedias cometidas por los seres humanos, terminó construyendo el halo optimista de luz más grande que hemos experimentado.
En 1945, a propósito de esta explosión democratizadora en el mundo, Karl Popper publicó su famoso libro La sociedad abierta y sus enemigos, un libro que marcó una época, un antes y un después, en la discusión sobre el combate a los totalitarismos y el reino de las democracias. Lo que Popper sostenía a grandes rasgos es que para que las sociedades llegarán a ser democráticas y abiertas, debían evitar, en primera instancia, la reverencia política hacia un solo líder; a un “gran señor”. La reverencia hacia un gran hombre como si este fuera el producto de una sentencia histórica frente a la cual no tenemos escapatoria. Nos hacía dudar sobre aquellos que se recargaban en la historia para hacernos creer en un futuro prometedor, como si el libreto de una nación ya estuviera escrito y su destino determinado por factores de los cuales no teníamos entero conocimiento, y que sólo un individuo era capaz de leer o de interpretar. La existencia de esos personajes era calificada como charlatanería, mas que como grandes pensadores o reivindicadores de las patrias.
La respuesta era clara y contundente: no existía tal determinismo histórico y la única respuesta seria y tangible a la que los individuos tenían acceso era la deliberación racional de las ideas, la cual, necesariamente guiaría al respeto y la garantía de los derechos individuales de cada cual. A la gran conclusión de considerarnos como iguales, respetar nuestras diferencias y proteger nuestras libertades. Así comenzaba el inicio de una sociedad abierta, bajo esos rechazos y esas premisas.
El 19 de febrero de este año, la organización civil Voices for Values (Voces para los valores), publicó un estudio en el cual reportaba que el 90% de los europeos estaban a favor de los valores que promulga una sociedad abierta. Sin embargo, la encuesta me parece sospechosa por varias razones: primero, el hecho de que la encuesta fue levantada a 6,000 personas de distintos países europeos, entre los que se encuentran: Alemania, Grecia, Polonia, Hungría y Francia, pero de esa cifra se deriva que el 90% de la población está a favor de los derechos de las minorías, de la libertad de expresión, de la migración y, en general, de los valores liberales. ¿Cómo es que de un número de 6,000 se puede derivar al 90% de los europeos? Segundo, lo que resulta más curioso es que, en términos prácticos, las sociedades liberales europeas en la actualidad están sufriendo graves momentos de crisis; las propuestas populistas y de extrema derecha cobran cada vez más aceptación; sus victorias en las urnas y su capacidad en los parlamentos es significativa y representativa de lo que digo.
Otra cuestión que no se encuentra en la encuesta son las características tanto educativas, como socio-económicas y las regiones geográficas de los encuestados, datos que servirían de mucho para poder realmente analizar no sólo las conclusiones sino sus impactos prácticos.
Lo que sí resulta significativo de una reflexión generada por la encuesta mencionada, es que la sociedad abierta sí sabe a ciencia cierta cuáles y quiénes son sus enemigos. El problema que veo yo, y no sólo yo, es que éstos cada vez cobran más popularidad y más fortaleza y todo ello en perjuicio de los valores liberales que fueron defendidos y reclamados por hombres y mujeres de una sola pieza, en una época aparentemente mucho mejor.
Magistrado del TSJCDMX y Ex Embajador
de México en los Países Bajos