Guardamos nuestras vidas en un aparato que nos cabe en el bolsillo, reflejamos nuestras vidas en las redes sociales, mostramos nuestra imagen y nuestros pensamientos en páginas que circulan por todo el mundo a través de internet; desde documentos, fotos, contraseñas, claves de usuario, cuentas bancarias hasta nuestros records en juegos y la memoria de búsquedas en motores digitales, es la información que podrían encontrarse tan sólo en nuestros teléfonos, en nuestras computadoras o en nuestras tabletas. Pequeñas computadoras que nos acompañan todo el tiempo y que han venido a facilitar nuestras vidas, sin embargo la confianza que depositamos en ellas a veces puede ser exagerada, incluso ciega.
La tecnología en el siglo XXI está impulsando la necesidad de discutir sobre una nueva generación de derechos individuales de los que antes no hubiera cobrado sentido hablar en los términos que tenemos que hacerlo ahora. Bien es cierto que desde la óptica jurídica siempre ha sido relevante discutir sobre las diferencias entre lo público, lo privado y lo íntimo, diferenciar entre cada uno de ellos y establecer las fronteras que existen entre cada ámbito, pero hoy en día se vuelve algo mucho más importante y, a la vez, mucho más difícil de establecer.
Tanto el derecho al olvido como el derecho a la intimidad son dos de los derechos que comienzan a cobrar una relevancia indiscutible en nuestro tiempo y que no podemos seguir ignorando. Los seres humanos tenemos tanto la enorme capacidad de cometer errores, de actuar en formas que no nos enorgullecen, de realizar cosas que no hubiéramos hecho si las condiciones o las circunstancias hubieran sido distintas, como la capacidad de reconducirnos, de aprender de nuestros errores, de perdonar y de ser perdonados.
Características, ambas, que internet nos ha empujado a verlas como prescindibles. La capacidad que tienen los buscadores informáticos para recordarnos cosas que de otra manera se hubieran esfumado en el olvido es uno de los rasgos más sobresalientes de nuestra era. La gente debe tener el derecho de decidir qué información suya se guarda en estos espacios. Cuál de ésta cree que merece la pena ser recordada o cuál es relevante para conocerlo a él o a su vida. Pero, sobre todo, cuál debe ser del conocimiento público. Las personas deben tener el derecho a decidir qué partes de sí mismos pueden ser del dominio popular.
Lo mismo sucede con el derecho a la intimidad. Todos esos datos que guardamos en nuestros aparatos electrónicos, toda esa información que incluso registra nuestros intereses más personales: qué compramos, qué buscamos, qué vemos y qué leemos. Qué sucederá con toda esa información que queda registrada en entelequias cibernéticas como “la nube”, una vez que nos muramos. ¿Quién la administrará? ¿Quién tendrá el derecho de acceder a ella, registrarla y administrarla?
Todas esas cuestiones deberían comenzar a discutirse desde nuestros Códigos Civiles. Regular los criterios de accesibilidad a nuestra información electrónica posiblemente desde nuevas concepciones testamentarias, hasta la capacidad de eliminar información personal de internet que consideramos no deba formar parte del ámbito público. Delimitar desde un documento que plasma nuestra última voluntad, quién y cómo puede administrar esa información que define nuestra intimidad, la penetra y la desentraña. La que puede abarcar desde búsquedas en diccionarios y enciclopedias, hasta lo que leemos y vemos en internet. Nuestras fotografías y nuestros videos familiares, que muestran facetas de nuestras vidas que no siempre deseamos sean conocidas por todos o por nadie.
También, contar con la capacidad jurídica de poder borrar de la memoria comunitaria segmentos de nuestra vida, partes de ella, que sólo consideramos pertenecen a la memoria personal o a los círculos más cercanos.
El Derecho tiene la capacidad de transformar nuestra realidad, pero nunca con la misma fuerza ni con la misma capacidad que la tecnología, la que se desarrolla y se actualiza a velocidades inalcanzables para los sistemas jurídicos. Los legisladores deben ver hacia el futuro, no enmendar situaciones con la ley, sino conducir el futuro con ellas. La ley debe ser creada con espíritu preventivo y no restaurativo. Si vemos el Derecho como una forma de contribuir al mundo del mañana y no como una forma de enmendar los errores del pasado, aquí hay un tema que requiere atención urgente y del que aún no decimos nada.
Embajador de México en los Países
Bajos. Representante Permanente
ante la OPAQ