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Hace unos meses denunciaba el poco o nulo optimismo que causa el panorama que nos rodea en el mundo. Pintaba un paisaje político y social que resultaba más preocupante que alentador. Esto lo relacionaba, fundamentalmente, con la crisis en que se han sumergido las instituciones liberales y democráticas en el mundo; una crisis que ha llevado ya a muchos autores a dictaminar la muerte del liberalismo o a diagnosticar la agonizante situación de nuestros sistemas democráticos.
No se trata de realizar afirmaciones alarmistas, ni de escandalizar a los partidarios del modelo liberal, pero sí de hacer ver que hay una tendencia en el mundo que gira en torno a una fascinación creciente con los regímenes declaradamente a-liberales o anti-liberales en el mundo.
Las preguntas que se hacen muchos autores son: ¿qué está sucediendo con los sistemas democráticos en el mundo?, ¿con la ideología de la diversidad?, ¿qué está sucediendo con la concepción de un individuo sujeto de derechos absolutos e inalienables?, etc., sin embargo, en realidad el tema central es: ¿por qué el sistema liberal en el mundo ha comenzado a tambalearse y, por qué comienzan a verse como estorbos, en lugar de ideales para un mundo mejor, el progreso y el bienestar individual?
En otras páginas de este mismo diario establecí que eran tres los factores que más deben preocuparnos, pues son los que más daño han sufrido y los que están causando la agonizante situación del liberalismo en el mundo: 1) una idea de la política que pone el énfasis en las personas y no en las instituciones; 2) apostar por un regreso a la economía nacional y proteccionista para combatir la economía globalizada, y 3) volver a reducir a los jueces al papel de funcionarios siervos que obedecen la voz de la voluntad política y no a los criterios de racionalidad jurídica y a los preceptos de leyes democráticamente establecidas.
Los dos primeros puntos son los que más perdidas han sufrido. La política cada vez se centra más en el carisma de los líderes que tienen el don de la persuasión, que en la capacidad de decisión racional e informada; las políticas económicas han comenzado a rechazar una economía globalizada con todas las pérdidas que esto representa, pero los poderes judiciales, a pesar de haber recibido mellas y golpes, aún no han sido irreversibles y gozan de cierta salud.
Son las últimas cuerdas que quedan para rescatar al liberalismo del abismo y prueba de ello es que, durante los primeros días de este mes, en el Palacio de la Paz, de La Haya, se auspició una Conferencia Internacional sobre Acceso a la Justicia, que llevaba el significativo título de “Justicia para todos en el 2030”.
Lo más interesante de esto, es que bajo el panorama que vengo dibujando, jueces de todo el mundo, ministros de justicia y representantes de organizaciones internacionales hayan trabajado juntos para establecer un extenso programa orientado a plantear los retos que debe enfrentar la justicia mundial en la próxima década. Por supuesto, como no se logró hacer en los ámbitos políticos ni económicos, en el de la justicia no sólo se debate cuáles son los retos que enfrentan los poderes judiciales ante regímenes anti-liberales, sino, por el contrario, se debate también cómo enfrentarlos desde una perspectiva liberal que reconoce la división de poderes y la autonomía de los jueces; elementos indispensables para la construcción y el mantenimiento de un Estado de derecho. En estos espacios también se discutieron temas sobre cómo avanzar desde dentro con temas de alto interés para el modelo de Estado liberal como son el acceso de las mujeres a la justicia, la justicia transicional, el papel de las víctimas en los juicios, la protección de los derechos humanos, el acceso a la justicia para personas de la tercera edad y otras poblaciones vulnerables.
Y dentro de la agenda también figuraron temas que parecen predecir una mutación de la judicatura mundial de cara a su manutención ante las nuevas formas de política y entendimiento social en el mundo; me refiero a la manera en que la justicia informal puede complementar a la justicia formal, cómo la justicia puede estar centrada en las particularidades personales sin violentar la generalidad de las leyes y, por supuesto, cómo ampliar una cultura de la legalidad jurisdiccional (ampliar la confianza en los jueces para dirimir conflictos) en el mundo.
Las medidas nacionalistas de los recientes populismos se han encargado de sostener como una verdad incuestionable que todos estos problemas han sido generados por la globalización y el “neoliberalismo”, por la cercanía y la apertura entre las naciones y, también, por jueces que toman decisiones contrarias al “sentimiento” de los pueblos; sin embargo, mientras en el seno de las judicaturas todavía haya jueces que confíen en que la corrección de las decisiones no está relacionada con la aceptabilidad popular sino con las razones jurídicas y constitucionales que las respaldan, y que el único camino que tenemos está en la protección jurisdiccional de los derechos humanos, parece que el panorama dibujado sigue siendo desalentador, pero pinta un destello de luz que nos orilla a un optimismo informado.