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Regularmente, la anomia es una actitud adoptada por la ciudadanía. Se define como esa actitud que no respeta o no obedece las leyes que lo rigen. Quien la práctica se siente por encima de ley o, simplemente, no considera que ésta tenga validez para mandarlo. La anomia se considera una actitud más de la ciudadanía que de las autoridades, pues resulta claro que, en un Estado medianamente organizado, por lo menos, las autoridades creen en la validez de las leyes del sistema al que pertenecen y consideran como válidas las decisiones que de ellas derivan. Cuando incluso las autoridades dejan de respetar las leyes y las decisiones jurídicas, estamos ante un sistema patológico; enfermo.
La enfermedad deriva de una escasa comprensión del Estado: de su naturaleza, sus funciones y su importancia para la convivencia social. El Estado nos brinda la base mínima que garantiza una convivencia pacífica y, dentro de él, la función judicial siempre se ha entendido como el pilar central de su funcionamiento. Esa figura de un tercero imparcial que dirime controversias evitando caer en la lastimosa justicia privada, en la justicia en propia mano, es el juez. Desde tiempos remotos los jueces se han entendido como piezas delicadas que constituyen el corazón del Estado y, por ello, no se encuentran tan fácilmente. No todo abogado, ni todo jurista pueden ser juez, pero todo juez debe ser abogado y jurista. Los jueces son y deben ser individuos de características técnicas y virtudes intelectuales y morales muy específicas, que sin ellas, el Estado pierde legitimidad y credibilidad en su actuar.
La historia nos lo muestra. Han existido jueces justos e injustos, como Cicerón o Robespierre; calificativos que se ganaron por sus criterios para interpretar y aplicar la ley, pero no por desconocimiento del Derecho. Los jueces aplican la ley en las plazas públicas o en recintos especiales, de cara a todos, como símbolos encarnados de la justicia y de lo que dice el Derecho. Las personas creen en la justicia o en la injusticia, gracias a su desempeño y destreza en razonar a partir de la Ley; el Derecho para un juez es una herramienta indispensable para desarrollar el arte de reconocer lo bueno y lo equitativo, según nos ha enseñado Celso. Las sentencias más memorables se han hecho con base en las reglas jurídicas y en pleno conocimiento de los procedimientos jurídicos y no en ausencia de ellas.
La intuición, la prestancia, la tolerancia, la bonhomía, la generosidad, todas, son virtudes que un juez debe de tener y practicar. Sin duda. Mucho se ha discutido sobre cuáles son las virtudes, los conocimientos y las aptitudes que un juez debe tener. Para el juez Richard Posner, los jueces deben saber análisis económico; para el intelectual estadounidense Ronald Dworkin, deben saber filosofía. Pero una cosa que nunca se ha puesto en duda, por nadie, es si deben saber Derecho; si deben conocer el sistema de reglas y de principios que constituyen el entramado de normas con las que decidirán los casos particulares. Esto resulta un criterio básico y mínimo para ser juez y para construir un Estado de Derecho sano y democrático.
Lo que digo es tan obvio y tan básico dentro de una concepción moderna del Estado, que dudo alguien pueda ponerlo en duda. Por eso es sorprendente que en un país con una de las tradiciones judiciales más memorables, la anomia gubernamental se haga presente. Ese, es síntoma de una enfermedad doble para el Estado: comenzar a concebir a los jueces como empleados de la política en turno e intentar regresar al gobierno de los individuos, como contrario al de las leyes.
Magistrado del Tribunal de la CDMX.
Exembajador de México en Países Bajos