Hay imágenes que nunca se borran. Una de ellas para mí es la del Buen Salvaje de Rousseau. Ese personaje despreocupado, andante de las praderas y de los valles; de ese solitario que no deseaba, ni necesitaba de nada ni de nadie, sólo requería de su propia compañía, de los recursos que le proveían sus manos y la naturaleza. Incluso recuerdo que Rousseau imaginaba a este bon savage como un individuo capaz de experimentar sentimientos y vínculos emocionales, pero por breves periodos. La sociabilidad y todos los vicios y prejuicios, que ésta engendra, no eran parte de su vida ni de su forma de relacionarse en el mundo.
La perspectiva me parecía tan clara como imposible. Cómo imaginar una persona que no conozca, ni nunca haya experimentado los celos, la avaricia, la ira, la indignación, la ambición (todos los vicios y virtudes que se generan a partir de nuestra interacción como individuos sociales). Al tiempo de esta imposibilidad hay otra más, la de pretender regresar a ese estadio natural, que aparentemente nunca existió. Para Rousseau fue tan sólo un artificio que le permitió explicar la creación de un Estado corrupto y la justificación de una república democrática. Pero, ¿puede ser que alguna vez haya existido un personaje tal? ¿Alguien que haya insistido en no formar, ni conformar parte de la sociedad? ¿Alejarse todo lo posible de aquello que llamamos sociedad y, aún así, encontrar la felicidad?
Estoy convencido de que, si un hombre al menos lo intentó, ése fue Henry David Thoreau, un individuo que logró anteponer la soledad y su relación con la naturaleza a cualquier otra clase de relación social o sentimental. Se sentía más acompañado estando solo que con alguien. Filósofo, poeta, biólogo, ensayista, abolicionista, naturalista y… sobreviviente, Thoreau logró ser el primero en poner la ecología en el centro de nuestras conciencias y en mostrarnos la importancia de la naturaleza para nuestra sobrevivencia; en hacernos entender que la vida consiste más en acercarnos con la naturaleza y en aprender lo que ella tenía que ofrecer, que en rodearnos unos con otros y construir virtudes e instituciones que en ocasiones terminan por hacer más daño que bien. Entender nuestra condición de ser humano, de acuerdo con Thoreau, tiene una relación eterna con la naturaleza que nos rodea, la que él ve como un ciclo, como un circuito interminable de retroalimentación. Por ello, la única compañía válida es la naturaleza, la que nos da vida, la que nos rodea y a la que volvemos cuando morimos.
Mucho se ha dicho sobre la tendencia del filósofo estadounidense al anarquismo. Posiblemente su escrito sobre la “desobediencia civil” y el hecho de haber estado encerrado en prisión por negarse a pagar impuestos (que él decía sólo sirven para mantener una guerra injusta contra México y perpetuar la esclavitud), son los que guían a quienes lo ven de esa forma. Lo cierto es que no lo era. Las bases del anarquismo son la desaparición de todas las reglas y de las instituciones que las encarnan. Los reclamos de Thoreau eran la injusticia de las instituciones existentes, más que su existencia, los vicios que encarna una sociedad de individuos alejados de la naturaleza, más que los individuos mismos. Su temple siempre estuvo tensionado por esos dos polos: la individualidad y la colectividad.
Aunque la esencia de su pensamiento estaba inclinada por una individualidad que permitiera una colectividad sana.
Podría decirse que en Thoreau encontramos los primeros racimos argumentales para defender a la naturaleza de la industria y al ser humano sobre la economía. Parece que un hombre que nació a inicios del XIX tenía más criterio ecológico que la mayoría de los del XXI.
En la actualidad, tenemos la obligación moral de regresar a los clásicos. Ya sea porque nos enseñan cosas en las que nunca habíamos pensado, porque somos producto de nuestro tiempo, o ya sea para que nos recuerden cosas que sabíamos, pero que habíamos olvidado: como la importancia de lo natural. La relación de Thoreau con la naturaleza es lo más cercano que tengo de aquella imagen del “Buen salvaje” que alguna vez Rousseau dejó en mi cabeza. Es la encarnación más fiel de aquel ideal imaginativo que una vez soñé, aunque deseable, pensé irrealizable.
Embajador de México en los Países Bajos