Como muchos de los movimientos políticos de nuestro tiempo, el de una Cataluña independiente también inició con buenas dosis de demagogia, retórica, fórmulas persuasivas y, por supuesto, mala dirección ideológica (ocultada tras los dogmas de un marxismo trasnochado).

Como tantas agendas del ámbito público que vemos hoy, en este mundo en el que cada vez se escucha menos y se enojan más, la independentista catalana ubicó un enemigo (que no lo era: ni en los números, ni en la identidad, ni en la convivencia): España y los españoles. Y en contra de él trató de arremeter, sin importar que no había verdaderos motivos políticos ni morales y, mucho menos, un aparato jurídico que la sostuviera. Con altos grados de emotividad discursiva, los líderes separatistas catalanes, lograron sumar a varios miles a su causa bajo el llamativo slogan: “España nos roba”.

En momentos de crisis, como la que cada vez más están cubriendo al mundo (una crisis que no es necesariamente económica pues también tiene improntas sociales, políticas e individuales), el recurso que más dividendos genera es el de convencer al grueso de una sociedad de que hay un enemigo que se está aprovechando de ellos y que, en el momento en que ese enemigo sea abatido, todo resultará mejor para todos: la calidad de vida, la economía, la paz, la tranquilidad, la identidad, los privilegios y un muy largo etcétera que puede caber ahí.

Es decir, se vendió un sueño. Un sueño con pocas probabilidades de que pudiera pasar, pues implicaría creer en la posibilidad de generar una segunda realidad; una con un sistema jurídico y político propio, los cuales se generarán espontáneamente de la noche a la mañana. Sin embargo, por mas irrazonable que este sueño fuera, resultó ser deseado por muchos. Un sueño que se logró vender como real por más irreal que los datos duros y la realidad misma mostraran que era, y el que ahora comienza a cobrar los costos por haberlo tenido, pero, sobre todo, por haberlo vendido. La irresponsabilidad ideológica y política tiene sus costos tarde que temprano y, en este caso, pueden ser altos.

Pues a inicios de este mes, la Fiscalía General del Estado y la Abogacía del Estado español, interpusieron ante el Tribunal Supremo sendas acusaciones en contra de los 20 líderes políticos catalanes independentistas. Los cargos: “rebelión” y “sedición”. Y lo más probable es que los procesos judiciales inicien en el próximo mes de enero.

Si bien se ha hecho una distinción entre aquellos que vendieron el sueño y aquellos que lo compraron completo. Pues no es lo mismo, según las leyes españolas, acusar a alguien de “rebelión” o de “sedición”. Hay grados tanto en los elementos subjetivos del delito como en el monto de las penas. La rebelión la comenten quienes utilizan la violencia o promueven su uso públicamente para derogar o suspender o modificar la constitución, también para declarar la independencia de una parte del territorio nacional. Quienes cometen rebelión podrían alcanzar penas de hasta 30 años de prisión. Entre ellos se encuentran por supuesto que Carles Puigdemont, el ex presidente de la Generalitat, pero también, el ex vicepresidente Oriol Junqueras, la ex presidenta del parlamento Carme Forcadell.

En cambio, aquellos que decidieron sumarse de manera menos brutal, pero sumados al fin y al cabo, al sueño ideológico de una cataluña independiente, será acusados de “sedición”, que, como he dicho, este delito sólo implica actos de levantamiento público que impiden aplicar la ley, o invitan a no observarla. Quienes son acusados de sedición podrían enfrentar hasta 15 años de cárcel.

Políticamente hablando, hay dos cosas importantes que podemos extraer de este procedimiento: la primera de ellas son los resultados que obtendrá España en la suma final: una unidad nacional. La segunda es el ejemplo que se da al mundo entero: la retórica política y la demogogia no necesariamente combinan con la Constitución y cuando no combinan, en una República, siempre debe ganar la última y, si no gana, es por rebelión.

Magistrado

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