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EFE/Reportajes
La paz siria empieza y termina en las ruinas de Palmira. Tras la reconquista de la ciudadela por el ejército sirio, con ayuda de la aviación rusa y la retirada de las minas, la prensa ya puede caminar libremente por sus calles milenarias, admirar sus capiteles grecorromanos y su majestuoso anfiteatro, donde los terroristas ejecutaron salvajemente a cientos de personas.
A principios de mayo, el presidente ruso, Vladimir Putin, puso la primera piedra de la reconstrucción de Palmira durante un concierto de la orquesta del Teatro Marinski de San Petersburgo. Y es que Siria se convirtió voluntariamente en un protectorado ruso para arrancar la mala hierba de los yihadistas. Los turistas tardarán en regresar y la población aún teme volver a sus casas. Pero se tiene la esperanza de alcanzar la paz.
Palmira es sólo una pequeña ciudad en el desierto, pero simboliza la riqueza cultural de la Gran Siria, una de las cunas de la civilización mundial. Como Petra o Pompeya, sus columnas y calzadas tienen más de dos mil años. Soportaron la ira del emperador Aureliano que ordenó a las centurias romanas arrasar la ciudad, la incesante erosión del viento, la arena y la brutalidad del Estado Islámico.
La Unesco ha catalogado de grave el grado de destrucción asestado por los terroristas, pero prometió recaudar el dinero necesario para su restauración. Varios museos ya han presentado propuestas para reconstruir la joya del desierto, proceso que podría llevar un sinfín de años.
Koukab, una pequeña localidad de la provincia de Hama, fue escenario de un tímido paso hacia la paz. Un grupo de 15 yihadistas afines al Frente al Nusra depusieron sus armas, que fueron incautadas por el ejército sirio en presencia de generales rusos, y firmaron un documento oficial en el que renunciaban a la lucha armada. Son ya miles los milicianos que han abandonado las filas terroristas y más de medio millar las localidades como Koukab, que han secundado la tregua desde que entrara en vigor a finales de febrero.