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PUERTO VALLARTA.— Durante dos años y medio, una combi modelo 85 fue la vivienda de dos amantes del arte y la libertad, Chris y Maik. El par de amigos, acompañados de su perro golden retriever, tenía el sueño de llegar con su casa rodante a Brasil. Pintar murales fue la forma de integrarse a las comunidades que visitaron y pagaron su hospitalidad con dinero líquido: tragos de mezcal.

En Tulum crearon el festival Gueyk Up para hacer conciencia sobre el cuidado del medio ambiente a través del trueque. El proyecto se extendió por Bacalar y Majahual.

Condujeron su carcacha hasta Belice. Siguieron a Guatemala y después de verse rodeados por los volcanes, lagunas, atardeceres, costumbres y zonas arqueológicas de aquel país, decidieron abandonar su sueño. El siguiente destino tenía que ser Puerto Vallarta.

A la Robinson Crusoe

Chris —ojos grises, cabellera color caramelo y barba de leñador que se nace con soltura— contempla el nado relajado de una mantarraya gigante en el mar esmeralda de una playa solitaria.

La voz de Maik se escucha entre la maleza, está saludando a su amigo halcón, que vive entre las espigadas palmeras.

Renunciar a Brasil y a la vieja combi fue fácil. Ahora viven en un nirvana llamado Casitas Maraika, accesible únicamente por panga o a través de una larga caminata entre la montaña que protege el pueblito pesquero de Boca de Tomatlán, a 40 minutos del centro de Puerto Vallarta.

Son escasos los trotamundos que saben de Maraika, pero quien da con el escondite es porque está dispuesto a cambiar la alberca de borde infinito por un mar apacible y cristalino. Admirar la vida sin binoculares o desde una lancha es el pan nuestro de cada día.

En tres cabañitas reciben a los huéspedes. Si bien la propiedad existe desde hace más de 40 años, Chris y Maik la han adoptado como si fuesen los mismísimos dueños, los verdaderos son dos de sus mejores amigos y viven en Jalisco.

En cada rincón hay un detalle que representa su espíritu hippie: la brisa corre como le viene en gana porque no hay puertas ni cristales y, al despertar lo primero que se ve es el océano.

Las camas están suspendidas por fuertes cuerdas y protegidas de los insectos con doseles que bailan al ritmo del viento.

Pero no hay nada como la ducha. El agua tibia cae desde caracoles gigantes. Evoca una ligera cascada que acaricia la espalda. El techo es el propio cielo y de noche deja observar las constelaciones hasta que los párpados se cansen.

No hablamos cetáceo

Pude haberme sumado a las clases de yoga que ofrece Casitas, pero la postura de la cobra saludando al sol no es lo mío. Prefiero una caminata para avistar guacamayas. Maik me acompaña.

Las aves no son el único secreto que esconde la montaña, también hay senderos que conducen a otras playas solitarias. A golpe de remo exploramos Colomitos.

Rentamos un kayak para recorrer la playa de punta a punta. El paseo nos permite encontrar erizos y estrellas de mar visibles desde la superficie gracias a la claridad del agua.

Después de navegar, nos tiramos sobre la arena doradita. En el horizonte algo llama nuestra atención, son las colas de dos ballenas jorobadas saliendo del agua. A los pocos minutos, las vemos saltar y caer sobre uno de sus costados.

Somos los únicos testigos del espectáculo, mismo que se repite cada año, de noviembre a marzo, cuando las ballenas jorobadas llegan a Bahía de Banderas para reproducirse y buscar un lugar seguro para dar a luz a sus crías.

Los tours para ir en su búsqueda seguirán vigentes hasta el 23 de marzo, algunos incluyen hidrófonos para escuchar su canto.

Amor y paz

Volvemos a internarnos en la montaña, caminamos poco más de dos kilómetros en una hora para regresar a Maraika.

La fatiga se quita con un trago de pisco, mezclado con trocitos de piña y jengibre que bebemos en el bar. También llega una pareja que venía siguiendo nuestros pasos. Para ellos hay margaritas al tres por dos durante su estancia, como premio por aventurarse a cruzar a pie la Sierra Madre, desde Boca de Tomatlán.

Chris me llama para probar un ceviche con leche de coco, recién salido de la cocina. En su filosofía de peace & love, el compartir es una de las reglas esenciales, así como ayudar al prójimo, por eso los platillos se elaboran con productos exclusivos de la región. Todos los días se surten de frutas y vegetales recién cosechados, también de pescados y mariscos frescos para preparar desde un arroz con pulpo, hasta un aguachile.

La mesa para disfrutar del banquete está junto a una ceiba que él mismo decoró con listones de colores pendiendo de las ramas y un altar con una pieza arqueológica —según su interpretación, es el dios que abre todos los caminos—, inciensos, cuarzos y hasta collares de plástico.

Prefiero cambiar de lugar, opto por los sofás y camastros de madera frente a la playa. Una franja de rocas marca la división entre la tierra y el mar, que con frecuencia devora el litoral debido a la marea alta.

El par de tórtolos que llegó caminando, eligió la cabaña Luciérnaga, la más apartada de la vista y oídos del resto de los huéspedes y la única con acceso directo a ese pedacito de paraíso, bañado por aguas cálidas y transparentes.

Estar en medio de la nada y rodeada de tanta maravilla natural hace que me sumerja en un sueño profundo.

Las olas rugiendo y los ritmos de bossa nova que suenan desde la plataforma de meditación, se convierten en la canción de cuna para dos adultos contemporáneos que despertarán con ganas de nadar con delfines.

Libertad bajo el agua

El taxi acuático ha llegado por nosotros. Vamos hacia Boca de Tomatlán y de ahí a la Marina de Puerto Vallarta. Me arrancaron de mi edén para nadar con delfines, en mar abierto. Pero no me puedo quejar en lo absoluto. Lo que viene es una experiencia que pocos pueden vivir.

Wildlife Connection es la única empresa en México que cumple el sueño de llevar a los turistas a tener encuentros con delfines en completa libertad. Desde hace más de 10 años los cetáceos llegaron al lado norte de Bahía de Banderas, entre Jalisco y Nayarit. Ahora suman una colonia de 130, de la especie tursiops truncatus, mejor conocidos como nariz de botella.

Después de 30 minutos de búsqueda, unas aletas dorsales salen a la superficie. Es momento de colocarnos las aletas y el esnórquel. Debemos lanzarnos al agua cuando el guía grite “¡ahora!” y, enseguida, sumergirnos. Tocarlos está prohibido. No es tarea fácil para quien no sabe nadar a la perfección, ya que lo ideal es hacer la actividad sin chaleco de flotación, aunque siempre hay uno disponible para los que tememos al océano.

Bajo el agua escucho su comunicación, es lo más parecido a un concierto de silbidos chillantes. Los veo pasar por debajo de mí y cuando asomo la cabeza para respirar, un macho y una hembra hacen lo mismo. Parecen sonreír, pero en realidad se están apareando.

La búsqueda sigue. En un lapso de tres horas, entramos y salimos del agua más de cuatro veces para seguir contemplándolos. Los delfines viven felices. En el mar no existen los silbatos ni las acrobacias premiadas con un trozo de pescado.

Chris y yo volvemos a Maraika. Son las siete de la noche y la sinfonía de grillos ha comenzado. La luna y las velas son la única fuente de luz.

Podríamos tomar un trago, pero estamos fatigados. Él se retira a dormir en su hamaca.

El calor es un buen pretexto para refrescarme en la ducha, a la luz de la luna. Tiene razón Maik: “la noche es para desconectar el pensamiento y conectarse con el sentimiento”.

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