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Conquistar la cima del Monte Everest en 1989 sin utilizar tanques de oxígeno colocó en la élite mundial del alpinismo al mexicano Carlos Carsolio Larrea.
En sus aventuras contempló todo tipo de paisajes. Majestuosos, pero temibles. Un marco contrastante con la muerte de casi una decena de colegas en ascensos.
¿Cómo superar las pérdidas humanas y no odiar la montaña?
—Es difícil, los amigos que perdí en la montaña eran los mejores alpinistas del mundo. Son como hermanos porque los conoces, en la montaña no hay máscaras—, dice Carsolio en entrevista con EL UNIVERSAL.
Aquellos amigos, cómplices del peligro en el frío más extremo, sabían de los riesgos de este deporte. Un claro ejemplo, la polaca Wanda Rutkiewicz, considerada una de las mejores alpinistas de la historia.
Rutkiewicz y Carsolio comenzaron juntos el ascenso de la tercera montaña más alta del mundo, después del Everest y el K2: Kanchenjunga, en mayo de 1992.
Después de 10 horas, el mexicano llegó a la cima en solitario. En su descenso se encontró con Rutkiewicz, a quien intentó convencer de regresar juntos, pero la polaca estaba aferrada a seguir. Fue la última vez que Carlos vio a Wanda.
Pero el sentimiento no era extraño. Años atrás ya había sufrido la pérdida de otro amigo, la del polaco Jerzy Kukuczka, quien falleció en un trágico accidente en el Lhotse, en octubre de 1989.
“Fue el mejor montañista de la historia y mi maestro. Fue doloroso cuando murió, yo lo iba a acompañar a esa escalada, pero armé la expedición al Everest sin tanques de oxígeno. Mi última comunicación con él fue cuando bajé del Everest, me llamó por radio y me dijo que estaba orgulloso de mí, fue nuestra última conversación.
“Después bajé a la capital de Nepal, donde nos avisaron que Jerzy se había matado. Él ya había terminado la escalada difícil, iba avanzando muy rápido cuando su cuerda, que estaba hacia abajo, se tensó e hizo que tropezara y cayera a una sección vertical, como 160 metros. Cuando muere, no lo aceptas al momento, es doloroso porque arriesgarías tu vida por salvar otras, es frustrante. Ves los errores que los condenaron, nunca lo superas”, rememora.
—¿Cuáles fueron tus peores momentos en la montaña?
—Tres ocasiones me despedí de la vida. Una fue durante una caída de piedras en el Gran Capuchino de los Alpes, estábamos en un colador de avalanchas y nos iban a caer las piedras, lo recuerdo en cámara lenta, llegamos a un pequeño techo mientras pasaban las primeras piedras.
“En otra ocasión tuve un edema pulmonar, bajando la quinta montaña más alta del mundo, el Makalu, venía muy mal tras hacer cumbre, yo ya escupía rosado, estaba enojado conmigo porque cometí errores, triste porque iba a dejar a mis seres queridos. Me salvé al dejarme caer en las laderas de nieve, lo único que te salva del edema es la presión conforme bajas; la otra fue bajando del K2, yo tenía 28 años, tras una fuerte tormenta ya se había muerto un compañero y yo venía descendiendo solo de noche, no me veía ni las manos, perdí el rumbo, hice un salto muy largo y parabólico, perdí el aire y me desmayé, estuve un rato tirado, cuando desperté me di cuenta que estaba a salvo, luego pude recuperarme y seguir descendiendo”.
Pero la aventura no termina con solo llegar a la cima de la montaña. Para el “Toro Mexicano del Himalaya”, la verdadera satisfacción es ajena a lo material.
“El dinero como meta es muy dañino. El éxito hacia afuera, con medios es vacío”, compara. “La paz es estar colgando de la yema de los de dedos en una pared vertical, sin cuerda, a cientos de metros del piso con el riesgo de caer y morir. La gente cree que estás bajo un estrés tremendo, sin embargo, es un estado de profunda meditación”, menciona el también ingeniero civil.
Prensa nacional e internacional asociaron su nombre al éxito deportivo. Logró el reconocimiento en una disciplina que, sin embargo, no es tan practicada en nuestro país.
Hoy, a sus 54 años de edad, los recuerdos y aprendizajes de aquellas aventuras mortales van más allá de la mera anécdota, para adaptarlos a su cómoda faceta como motivador empresarial y escultor.