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Hace tanto que dejó de ser un simple partido de futbol que cada vez se juega ante más butacas desocupadas.

Nueva versión del “clásico del miedo”, en la que ese sentimiento volvió a ser el gran triunfador, más allá de lo sucedido sobre el húmedo césped de Santa Úrsula. Porque el Estadio Azteca, aún con la disminución de aforo debido a la remodelación por su medio centenar de existencia y el regreso de la NFL, volvió a ser inmenso para un América-Pumas. Apenas se superaron los 50 mil asistentes.

Efecto colateral de esa pasión malentendida por ambos pueblos. Sí asistieron pequeñines, aunque no tantos. La tensión y la batalla de mentadas reinaron en la gélida noche dominada por los seguidores universitarios, quienes triunfaron en la batalla del aliento desde la cabecera sur del inmueble. Al menos en el inicio, porque las tempraneras anotaciones de Pablo César Aguilar y William da Silva los noquearon, les robaron buena parte de su voz.

Son los únicos que no faltan, al igual que su contraparte azulcrema, tal vez en menor en número, pero a la par en intensidad y odio hacia el adversario.

Partido de alto riesgo para el que la Secretaría de Seguridad Pública de la Ciudad de México desplegó cuatro mil 500 efectivos. Como ha pasado en anteriores versiones de esta confrontación, no fueron suficientes para evitar algunas reyertas en las mismísimas fauces del “Monstruo de las 100 mil cabezas”. El alcohol y esa repugnancia por el de enfrente bastaron para encender las innumerables chispas que fueron apagadas, no sin antes pasar algunos sobresaltos. La mayoría se dieron en el estacionamiento y algunas calles cercanas. Hubo preocupación.

Como la de los revendedores, quienes sufrieron para “mover la mercancía”. La tormenta que azotó al sur de la ciudad, desde media hora antes del silbatazo inicial del árbitro Roberto García, y la baja afluencia de espectadores complicaron la situación. Los pocos que llegaron sin boleto optaron por acceder a las taquillas, que también lucieron desoladas. No tuvieron mayor problema en adquirir una entrada. Su prisa tenía que ver con cubrirse del chubasco.

Estampas de un “clásico” con más temor que ilusión, en el que las familias escasearon. Asistir a un cotejo entre Águilas y Pumas con niños ha mutado en un deporte extremo.

Lo de este juego son las inmensas filas de elementos policiacos en plena revisión a los espectadores más radicales. Anoche hubo especial atención en los visitantes, cuyos grupos de animación ingresaron de manera seccionada.

El mecanismo fue lento y tenso. La fila se detenía de forma paulatina hasta que un grupo de aficionados —no mayor a 200— era revisado y custodiado hasta su lugar en la grada. El ritual se repitió varias veces. Los que estaban en la parte trasera de la fila tardaron hasta hora y media para entrar.

De nada sirvió. Cuando los equipos apenas calentaban, fueron detonados los primeros cohetones por parte del pueblo auriazul. Los golpes con los granaderos que formaron una barricada para “protegerlos” llegaron después. El partido era lo de menos para los rijosos.

No todo fue en tonos azul y dorado, porque hubo muchas playeras negras con las que “conmemoraron” el centenario de su adversario más enconado. “100pre serás nuestro hijo pu... Orgullo azul y oro”, se leía en la parte frontal, además de la imagen de un dedo medio. También desplegaron una enorme manta que decía “100 años de trampas”.

Ellos lo sintieron como pequeñas victorias, al igual que ser mayoría en las gradas, aunque sus gritos se perdieron con el dominio marcado por el América desde el primer instante. Eso sí, dentro de un coloso con demasiadas butacas vacías, gobernado por el miedo.

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