East Rutherford.— Un torbellino de ideas atormentó la cabeza de Lionel Messi, el mejor futbolista del mundo. Una final perdida más, la tercera en tres años. Y Argentina caía de nueva cuenta en penaltis a manos de Chile en el duelo decisivo de la Copa del Centenario.
Messi no lo podía creer.
Y Chile revalidó su título en un partido duro, intenso y con poco futbol, casi calcado a la final del año pasado y en el que ambos equipos tuvieron una expulsión en la primera mitad.
Francisco Silva anotó el gol decisivo en la tanda de penaltis y dio a la Roja la segunda Copa América de su historia, la segunda seguida, todo un hito que supone una recompensa para la que es, probablemente, la mejor generación de futbolistas de este país.
Con su victoria, Chile redondeó un gran torneo en el que fue de menos a más, que comenzó con derrota ante Argentina y que culminó en forma de dulce revancha.
Para Argentina, la derrota es un nuevo golpe, un nuevo gesto cruel del destino, la tercera final perdida en tres años, tras la del Mundial de Brasil y la Copa América de Chile, ocasiones en las que la gloria también le fue esquiva en una prórroga agónica y en los penaltis.
Son tres finales seguidas, con sus correspondientes alargues, en la que la Argentina de Messi no ve puerta, esta vez, en un partido muy discreto de sus tres delanteros.
Lionel Messi, siempre vigilado de cerca por varios defensas rivales, estuvo alejado del área chilena, Higuaín falló de forma estrepitosa una ocasión que podría haber cambiado el rumbo del partido y el aporte de Ángel di María fue testimonial.
Argentina fue superior en una primera parte truncada por las faltas y en la que hubo dos expulsiones con polémica, una por equipo, y Chile se hizo dueño del juego en la segunda mitad, pero ambos equipos fallaron las escasas oportunidades que tuvieron en sus pies.
En el comienzo de la prórroga, con dos equipos cansados, se sucedieron las ocasiones en ambas porterías, pero después, ambos técnicos —Juan Antonio Pizzi más claramente— optaron por la prudencia y por jugarse el título desde los 11 metros.
A grandes rasgos, la final siguió el guión de la de Santiago del año pasado, un partido de fuerzas parejas, disputado en el centro del campo y en el que el músculo se impuso al arte.
El juego duro se tradujo en un ritmo truncado desde el comienzo y en una gran cantidad de faltas que le llevarían al árbitro, de tarjeta fácil, a expulsar a un jugador por cada equipo antes del descanso.
Fue una final con nervios a flor de piel, juego duro e intensidad en el marcaje, un planteamiento que convenía más a Chile y con el que era más difícil que sobresalieran las individualidades.
En la prórroga se sucedieron en ambas porterías dos opciones, que salvaron los porteros. Todo se tendría que definir en penaltis.