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Gustavo Matosas regresó al Estadio Azteca como se fue: entre promesas sin cumplir. El uruguayo fue traído hace apenas seis meses a las Águilas como la apuesta vengadora de Ricardo Peláez, ante la salida del ‘rebelde’ Tony Mohamed, quien con todo y el mal trato le dio un título al América.

El uruguayo sería la venganza de un Peláez hasta ese momento exitoso, porque desde que llegó al Nido, todo lo que tocó lo convirtió en oro.

Pero no, con el ‘mirrey’ Matosas no pudo. El charrúa se ocupó más de su aspecto y de protegerse la espalda que de cumplir con su discurso de ser ofensivo a toda costa. Le armaron un trabuco, al que nunca hizo jugar como tanto prometió. Clasificó al equipo a la Liguilla, pero no pasó de la ilusión. No consiguió el objetivo: el título de Liga y buscó una salida fácil, que —al final— fue criticada: “Si no me dan refuerzos, me voy”.

Y como nadie le hizo caso, se fue.

Meses después regresó, pero de rojinegro, y esos que le pitaban al final, ahora lo reciben con aplausos.

¿Es que los americanistas se dieron cuenta lo que dejaron ir? ¿Es que no reconocieron al ‘mesías’? ¿Es que extrañan su look de metrosexual?

No, la aclamación a Matosas es simplemente una muestra más de que la gente no está de acuerdo con la contratación de Ignacio Ambriz, el nuevo director técnico de las Águilas.

Nacho, hombre trabajador, de bajo perfil, al que le gusta el sudor sobre la creación y el orden sobre la inventiva, simplemente no convence a los seguidores americanistas.

Por eso, cuando apareció el oriundo de Montevideo, criado en Toluca y hecho famoso en León, al Azteca no le quedó más que aplaudir.

Así caminó por la pasarela: bota —guanajuatense, claro está— café clarito, pantalón de mezclilla azul pálido, también ajustado, que deja ver que el paso del tiempo no ha afectado su físico, hebilla grande en el cinturón, chaleco oscuro que hace juego con su camisa azul... Todo un galán.

Así se fue del Azteca, así regresó y —cuando apareció en la banca— la mitad de los jugadores azulcrema no dejaron de ir a abrazarlo.

A Ambriz, por su parte, eso de la moda es lo que menos le importa. Pantalón de mezclilla, tenis negros, saco sport, camisa a cuadros y su tradicional corte de pelo a lo ‘púas’, tan cómodo como fácil de realizar.

Los gritos sobre Nacho caen en cascada: “¡Fracasado!”, “¡Títere de Peláez!”, “¡Deja de robar!”, y otras linduras es lo que soporta. A nada responde. En ningún momento voltea, sabe que no es mediático, que cada semana se juega su puesto, su credibilidad.

El partido termina y, sea cual sea el resultado, el que sale vitoreado es el que se fue, el que dejó el Nido por un simple capricho o porque no aguantó la presión. Se va mirando a la tribuna, alzando las manos en señal de triunfo, porque sabe que ganando, perdiendo o empatando, la victoria que le dio el público es como una goleada sobre los que hace apenas unos meses no creyeron en él.

Y el que aguanta las críticas, los vituperios, le pone el pecho a las balas, es el que se queda. Firme, sin moverse, así se encuentra Ambriz. El malquerido. Sabe que a los jugadores no los ha convencido aún, que su directiva se está jugando mucho con él. Pero sólo busca un poco de cariño.

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