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“Eso es lo más Carrie Bradshaw que puedo ser: tener un abrigo de pieles en el clóset y tres pesos en el banco”, me confiesa Aldo, mientras caminamos por un tramo de Paseo de la Reforma que parece haber sufrido un bombardeo. Es curioso: el Distrito Federal nunca estará terminado, se encuentra en un sempiterno estado de construcción, remodelación, demolición o metamorfosis; es una ciudad que no sabe quedarse quieta y que jamás estará satisfecha con su apariencia. Igual que Aldo y yo, igual que millones de personas.
El consumismo cuelga de un gancho
El personaje de Carrie Bradshaw, protagonista de la serie Sex and the City, devino cliché y, con él, muchos de nosotros, para quienes comprar representa una suerte de escape y, al mismo tiempo, una prisión inexpugnable. Si en el siglo XIX Karl Marx aseguraba que la religión era el opio del pueblo, en el XXI la ecuación sigue funcionando de maravilla si sustituimos la palabra “religión” por “moda”. Y no exagero. Basta con echar un vistazo a lo que hoy por hoy se considera un “día perfecto”, es decir, meterse en un centro comercial y hacer lo único que es posible realizar ahí: comprar, comprar y seguir comprando. Lo malo del asunto –además de la enajenación social, el endeudamiento económico y lo eventualmente aburrido que puede resultar el consumismo– es que no resuelve nada. Tras la efímera satisfacción de adquirir algo nuevo, que dura unos cuantos minutos, la verdad es que nos seguimos sintiendo igual de solos, deprimidos o fracasados que en un principio, sólo que ahora con el look de la temporada. Pero como solía decirme mi amiga Queta: “Pues sí, Bernie, tú dirás misa, pero no es lo mismo sufrir con unos [zapatos] Salvatore Ferragamo que en chanclas”. Esto es lo que yo llamo sabiduría Vogue.
Comprar y perpetuar: la ecuación del caos
Otro de los inconvenientes de transformar el consumo en nuestro credo es que, tarde o temprano, no tendremos dónde guardar todo aquello que vamos apilando. Si no eres Paris Hilton, Christina Aguilera o Kim Kardashian, quienes poseen vestidores palaciegos en los que cabrían los opulentos trajes que Rose Bertin confeccionó para Marie Antoinette, estás en problemas. En mi caso la situación ha llegado a un punto alarmante. Tras haber sobrevivido al derrumbe (literalmente hablando) de mi clóset en dos ocasiones y a la eclosión de cajoneras completas, ya no tengo sitio para almacenar ni un pañuelo. Sin embargo, no puedo resistirme ante las palabras “oferta”, “descuento”, “promoción” o ese bálsamo místico que encierra la promesa “meses sin intereses”. Resultado: mi clóset y mis finanzas son un caos.
La solución, por consiguiente, parecería bastante sencilla: dejar de comprar y comenzar a depurar. Honestamente, resulta más plausible que el próximo Presidente de México sea rubio, bronceado, atlético y abiertamente gay, que desaparezca de mi guardarropa una veintena de prendas. La pregunta es: ¿por qué no desechamos todos esos trapos que hace lustros no usamos y que sólo están acumulando polvo y ocupando un preciado espacio? Una posible respuesta puede ser la siguiente: por una patológica incapacidad de soltar el pasado.
No quiero parecer cursi y menos aún sonar como uno de esos charlatanes de la industria editorial de la autoayuda, pero al revisar las chaquetas, los pantalones, las camisas, las sudaderas y otras piezas que saturan mi guardarropa, intuí que avanzar en la vida mirando hacia atrás es la receta perfecta para volvernos más vulnerables, tropezar frecuentemente en el camino y perdernos del presente que, a fin de cuentas, es el único momento que en realidad existe y el único tiempo en el que se pone en juego nuestro bienestar. Si nos aferramos a nuestro pasado –y en consecuencia a su perpetuidad material en toda clase de prendas– quizá no podremos continuar creciendo y, dado que nada podemos hacer para modificar lo que ocurrió, no cosecharemos otro fruto que no sea la manzana de la frustración y el higo de la impotencia. ¿En realidad queremos eso?
balenciaga72@yahoo.com.mx