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Supongo que sí. Me gusta pensar que sí. Quiero imaginar que sí. No lo asumo porque sería un despropósito y, además, un gesto poco elegante. Pero con absoluta honestidad, el hecho de considerar que no soy la única persona a quien le ocurre que de vez en cuando encuentra señales que permutan el rumbo de su proceder, me ayuda a no extraviar por completo la escasa cordura mental que aún conservo. Y es así: de pronto recibimos una llamada telefónica, un correo electrónico, algún mensaje de texto o coincidimos con una persona que nos comunica algo que trastoca de manera –si no radical, al menos sí considerable– el ordenado panorama que, ingenuamente, teníamos planeado. Pensábamos dar vuelta a la derecha y, con desconcierto, nos vemos obligados a girar hacia el lado opuesto. ¿Queríamos avanzar de frente siguiendo una línea recta? Pues bien, ahora estamos zigzagueando en reversa. ¿Deseábamos perpetuar ese favorecedor indie look que nos quitaba diez años de encima como por arte de magia? ¡Sorpresa!, es tiempo de mutar tu imagen. Por fortuna, la mayoría de las veces, la moda está a la altura de las circunstancias.
Sinuosas e inadvertidas pasarelas
Cuando alguien nos revela algo que no imaginábamos, sucede lo que indica el escritor Alan Pauls: “Es el momento en que se sellan las complicidades más locas, en que las vidas más sensatas y las reputaciones más intachables, apartadas de su trayectoria natural por el roce con una fuerza imprevista, de signo diverso u opuesto, hábil sin embargo para detectar su debilidad y rápida para aprovecharla, naufragan y se hunden en el desastre”. Todo cataclismo, por consiguiente, implica una metamorfosis. En las no siempre fulgurantes existencias de quienes nos hallamos lejos de los reflectores, así como también en las entrañas del fashion system, las hecatombes suelen ser cosa frecuente. Hace apenas unos meses, Alexander Wang era el héroe de la casa Balenciaga; ahora, todos los críticos afilan sus cuchillos para ver qué magnífica calamidad presentará Demna Gvasalia, el nuevo hombre fuerte del mítico sello. Lo mismo ocurrió tiempo atrás, cuando se anunció que John Galliano sería el nuevo director creativo de Maison Margiela. Los seguidores incondicionales de la marca pensaron que era una broma, hasta que el buen Johnny presentó su primera colección para Artisanal, la división Haute Couture de la firma. Entonces sí, todos los fanáticos de Margiela se rasgaron las vestiduras y vertieron cenizas sobre sus cabezas, enlutándose permanentemente ante la pérdida irrecuperable del estilo original del creador belga, repitiendo así el gesto que años antes hicimos los seguidores de Galliano cuando lo sacaron a patadas de Dior. Si algo podemos (o debemos) aprender de la moda es que lo único permanente es el cambio.
El vestido que te lo permite todo
Así como hay revelaciones que nos cambian la vida, también hay objetos que ejercen el mismo efecto. Ahí está, por citar sólo un ejemplo, el Little Black Dress que envuelve de adrenalina adulta a la joven que lo porta, quien enfundada en esta prenda está segura de tener el poder y la determinación suficientes para manejar un Mustang 1968 a toda velocidad, ignorar los semáforos en rojo, asaltar un supermercado, tomar como rehén al guardia de seguridad y liberar a todas las cajeras que se encuentran en un estado de semiesclavitud. Ataviada con ese audaz LBD puede irrumpir en un casting y hacer desvestir, vestir y desvestir otra vez, durante horas, a 20 hombres guapísimos. Puede tomar cinco o más martinis sin perder el estilo y vengarse de todas las cosas horribles que alguna vez le hicieron. Puede, sumergida en esa pieza tan poderosa, hacerse de un par de chaquetas Chanel que le durarán una eternidad, comprar documentos falsos, ponerse una peluca, usar lentes de contacto y vivir bajo otro nombre, experimentando así la sensación de ser otra persona completamente distinta. Debemos aceptarlo: toda la moda, como todo el poder, es una conspiración permanente que, en muy pocas ocasiones, suele avanzar en línea recta.
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