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Es triste y, por desgracia, más común de lo que pensamos. En muchas ocasiones nos vemos a nosotros mismos como una mercancía en lugar de visualizarnos como el comprador. Y ahí estamos, comportándonos como si fuéramos una linda (o no tanto) prenda de temporada, con una llamativa etiqueta de descuento para que llegue algún potencial cliente y nos haga “el favor” de adquirirnos.
Seamos sinceros: muchas veces nos proyectamos de tal manera que nos conducimos como si fuésemos una baratija en busca de algún consumidor, y lo más lamentable del asunto es que, si lo analizamos con detenimiento, lo que en verdad está de oferta no es precisamente nuestra imagen, sino nuestro corazón. Aceptémoslo: la soledad no elegida es una compañera con la que nadie desea ir a tomar martinis.
Esta actitud –que encuentro tan despreciable como inevitable– está íntimamente relacionada con lo que toda la vida nos han dicho y que se resume en una frase: “Si quieres que una relación funcione, alguien tiene que ceder”. Y la palabra “relación” sugiere un abanico de posibilidades que va desde un inocente noviazgo de manita sudada hasta un matrimonio formal, pasando por el tórrido romance de dos salvajes e insaciables amantes.
OK, quizá aprender a ceder es la mejor estrategia para “llevar la fiesta en paz”, pero el precio que pagamos suele ser bastante elevado: frustración, enfado y renuncia. ¡Vaya!, es increíble constatar todo lo que hacemos por amor, compañía, sexo o, de plano, por la imposibilidad de asumirnos como individuos que ni obligada ni forzosamente debemos o podemos ir por la vida con una pareja al lado.
Y en esta vorágine de remates en la que se convierte nuestra vida, uno de los primeros aspectos que sacrificamos es la apariencia. No es extraño escuchar la detestable, egoísta y recurrente locución empleada por muchas personas: “Te amo, ¡pero cambia, por favor!”. Usada indistintamente por hombres y mujeres, esta sentencia parecería transformase en el “caballito de batalla” de una cruzada para metamorfosear el look del supuesto ser amado.
Así, la chica ataviada con minifalda, tank top y tacones que conquistó al rudísimo caballero que ostentaba el título de “soltero empedernido”, no tardará mucho tiempo en escuchar una perorata de su flamante compañero, quien le sugerirá (en el mejor de los casos, y por decirlo suavemente), que deje de vestirse como una femme fatale de la frontera y comience a aumentar el número de centímetros al largo de su falda. Y como esta situación, a decir verdad, hay muchísimas. Triste situación, ¿no crees?
Dicen por ahí, no sin razón, que el deseo de agradar es al espíritu lo que el adorno a la belleza. Cierto, ¿pero cómo saber que tal vez hemos llegado demasiado lejos en nuestro afán por darle gusto a los demás? Todos somos conscientes de la importancia de nuestro aspecto exterior en las relaciones que mantenemos con otros individuos e incluso con nuestra autoestima. No obstante, ¿qué ocurre si nos complace agradar pero, a la vez, no tenemos la intención de participar de esa frustrante obsesión por conseguir la aprobación de los otros?
Según Gisela Méndez, consultora de imagen y autora del libro La mejor versión de ti, “todas las alternativas son posibles, pero las más acordes con nuestro equilibrio emocional serán las que, partiendo del ejercicio de nuestra libertad y sistema de valores, favorezcan el mostrar una presencia física con la que nos sintamos cómodos. No olvidemos que una buena parte del atractivo que comunicamos depende de cómo nos vemos a nosotros mismos”.
Entonces, los cuestionamientos esenciales serían: ¿Cómo te percibes? ¿Te gusta lo que vistes y que día a día se convierte en parte sustancial de ti? De la honestidad de tu respuesta dependerá, en gran medida, la capacidad de hacer a un lado el verbo “ceder” y asumir otro mucho más interesante, “negociar”. Finalmente, “nadie es monedita de oro para darle gusto a todos”. Moraleja: no malbarates tu imagen y, menos aún, tu corazón.