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Las recientes declaraciones de Trump en su visita oficial a China, en particular sobre el libre comercio mundial y la apertura de los mercados, ponen en entredicho el liderazgo global de Estados Unidos, de cara no solamente al progreso de la humanidad, sino también a la futura prosperidad de la sociedad estadounidense.
Frente a ese discurso alarmista, excluyente y unilateral, su homólogo Xi Jinping buscó consolidarse como el principal defensor de la globalización, bajo la idea central de que los grandes problemas y los múltiples desafíos que está afrontando en materia de justicia y equidad todo el planeta, no son causados por ese fenómeno.
Mientras que Trump continuó con su deliberada estrategia para conservar la simpatía de su clase trabajadora, al insistir sobre el desequilibrio comercial y la competencia desleal entre ambos países, el presidente chino se ofreció a mantener e impulsar el comercio global y ampliar la inversión extranjera.
En su encuentro bilateral el líder oriental incluso ofreció espacio para inversionistas extranjeros, lo que abarcaría a los estadounidenses, para su ambiciosa iniciativa del Cinturón y Ruta de la Seda, al que se unirá el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura, como el rival del Banco Mundial, que justo domina EU.
Lógicamente, esas estrategias tienen como propósito apostar por una China expansionista, que asalte y ocupe el enorme vacío de poder e influencia que el gobierno de Estados Unidos está dejando.
Posiblemente estamos a las puertas de una nueva cultura económica, no al modo de Peter Berger, como la aceptación y justificación del capitalismo como el único modelo, sino con base en el cambio de principios y valores universales sobre la nueva justicia distributiva que impulsan China y Rusia a costa de Occidente.
Pareciera que la superpotencia, principal beneficiada de la Segunda Guerra Mundial y del desmantelamiento de la Unión Soviética, luego de décadas de dominación, se ha convertido en presa de los efectos del propio orden que implantó, sobre todo porque Trump asegura que el comercio e inversión globales condenan a su propia nación.
Así como el Reino Unido fue incapaz de entender la nueva Europa, basada en la democracia y la libertad frente al nacionalismo y al fascismo, todo apunta a que su flamante heredero también perderá el timón por su elefantismo, al ser incapaz de entender los cambios geopolíticos y tecnológicos bajo el sectario mando de Trump. A diferencia de Xi Jinping y Vladimir Putin, que se formaron en entornos comunistas, el díscolo presidente americano no acaba de asimilar —por increíble y extraño que parezca— que si bien el capitalismo beneficia virtualmente a todos los estratos sociales, nunca lo hace de la misma forma, al menos en igualdad económica.
Ciertamente, no debería persistir la trágica conexión entre el mero crecimiento en riqueza y la falta de desarrollo humano, lo cual ha conducido a terribles injusticias y a contextos insostenibles, pero tampoco debería olvidarse que el capitalismo, junto con la democracia y la educación, son las únicas fuerzas probadas de la verdadera libertad.
Por esa razón, bien hace el gobierno mexicano en no aceptar los caprichos de Trump al renegociar el TLCAN, que persiguen instaurar privilegios en favor de EU a costa de sus socios, lo cual conllevaría el sinsentido de crear un piso disparejo contrario a la competitividad en el mérito, la innovación y el esfuerzo.
A diferencia del mundo utópico que promueve el mandatario estadounidense, que atenta contra los fundamentos que dieron origen a su propio país, precisamente al pretender mantener un discordante “universalismo democrático”, que se sustenta en la exclusión étnica, cultural y también económica, México debe seguir apostando decididamente por el multilateralismo y la interdependencia entre todos los pueblos.
Consejero de la Judicatura Federal de 2009 a 2014