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Con motivo del inicio de la vigencia de la Ley de Seguridad Interior, varios sectores han destacado sus principales contenidos y características, además de dar a conocer sus posibles áreas de oportunidad o de mejora.
Dentro de los señalamientos más relevantes de que ha sido objeto, de forma destacada se ha puesto sobre la mesa la importancia de que su ejecución se realice siempre con invariable respeto a los derechos humanos.
Sobre esta advertencia, es incuestionable que esos derechos deben ser observados íntegramente por todas las autoridades que participan en las distintas vertientes de la seguridad a cargo del Estado mexicano, a saber, la nacional, la interior y la pública.
De esa manera, la Ley de Seguridad Interior jamás podrá ser un salvoconducto para actuar en contra de los derechos fundamentales de la población, sin que haya ninguna excepción al respecto, tal como lo indica tajantemente su propio artículo 7.
En otro sentido, también se ha sugerido que la expedición de esa ley debió servir para que se desarrollen, actualicen y profesionalicen correctamente todas las policías del país. No obstante, esta segunda reflexión merece ser comentada. En principio, debe tenerse presente que la Ley de Seguridad Interior no sustituye sino únicamente complementa el marco normativo dispuesto en materia de seguridad general de la República en el país.
De este modo, su instrumentación a cargo del Ejecutivo, a través de la Secretaría de Gobernación, no busca suplantar ni reemplazar —de ningún modo y bajo ningún supuesto— a los distintos responsables de la seguridad pública. A partir de ello, la eventual participación de las Fuerzas Armadas en las actividades de seguridad interior no supone y nunca supondrá que se busque o se pretenda relevar a la autoridad local de su obligación primera de contar con policías idóneos y competentes, ya sea que estén a cargo de la prevención de los delitos o de la procuración de la justicia.
De hecho, para que los órdenes locales responsables de la seguridad pública puedan participar coordinada y eficazmente en las actividades relacionadas con la seguridad interior a cargo de la Federación, siempre será necesario que asuman plenamente su atribución constitucional en materia de seguridad pública. Para que esto último sea factible, es necesario que ellos mismos —como integrantes del Sistema Nacional de Seguridad Pública— instrumenten adecuadamente los procedimientos de selección, ingreso y desarrollo de los servidores públicos de sus instituciones de seguridad pública.
Es también indispensable que rindan cuentas de forma sistemática, con base en resultados y de modo transparente y público, del manejo y destino de los recursos federales que reciben, además de establecer criterios uniformes para la actualización y modernización de las bases de datos criminalísticos y de personal de que disponen.
Finalmente, debería reformarse la Ley General del Sistema de Seguridad Pública para que sus integrantes se obliguen a instrumentar y homologar políticas públicas en la materia, así como mecanismos para evaluar avances, lo que a la par permitiría alinear y ordenar esfuerzos, tal como lo exige el combate al crimen organizado.
Lógicamente, la Ley de Seguridad Interior no es el instrumento adecuado para lograr esos grandes propósitos en materia de seguridad pública, ya que existe una clara distinción entre la atribución federal para el combate contra el crimen organizado de la seguridad pública, que está a cargo de los tres órdenes de gobierno. Por esa razón, no es viable ni dable que se atribuyan los males sistémicos de la seguridad pública del país, ni tampoco todas sus soluciones, a la expedición de la Ley de Seguridad Interior, cuyo objetivo principal consiste en salvaguardar el orden constitucional y el desarrollo nacional.
En cualquier caso, el principal árbitro jurídico del país —la Suprema Corte de Justicia de la Nación— será la instancia que tendrá la obligación de revisar su constitucionalidad.
Consejero de la Judicatura Federal de 2009 a 2014