El cambio de rumbo que decidió gran parte de la sociedad mexicana en el reciente proceso electoral, no sólo ha supuesto la total reconfiguración del mapa político nacional, sino también la exigencia para fortalecer la democracia popular, consolidar a las instituciones republicanas y afianzar la división y el equilibrio real de poderes.
Indudablemente estamos frente a un punto de quiebre, que tarde o temprano exigirá la evaluación de los logros alcanzados por nuestra estructura constitucional, así como la eventual recalibración de la convivencia entre los ámbitos de gobierno y los poderes públicos entre sí, así como su imperativa vinculación con los gobernados.
En esa novedosa transición, surge la interrogante sobre cuál deberá ser el papel de la Suprema Corte de Justicia de la Nación como el guardián e intérprete máximo del orden constitucional; es decir, en su calidad de árbitro primero y de juez último de todo aquello que está adentro o afuera de los límites de nuestro Estado de Derecho.
Responder a ese cuestionamiento es crucial, en la medida en que mucho se discute sobre las grandes oportunidades y posibles desafíos que en el juego democrático ofrece el hecho de que un partido político posea —por mandato soberano— la mayoría relativa en el Congreso de la Unión y en varios Congresos locales y ayuntamientos.
Es justamente en ese escenario —común en muchas sociedades avanzadas—, donde reside la enorme ventaja que uno de los Poderes de la Unión tenga, por voluntad del Poder Constituyente, la atribución fundamental para examinar y declarar si las acciones legislativas, ejecutivas y judiciales, son acordes a la Constitución federal.
Como lo observaron Ignacio L. Vallarta y Emilio Rabasa, desde el momento en que la nación mexicana decidió adoptar el Estado federal, en las constituciones de 1824, Acta de Reformas de 1847, 1857 y 1917, lo hizo a sabiendas de esa posibilidad de “revisión judicial” en favor de nuestra Suprema Corte, como “tribunal constitucional”.
Fue el magistrado presidente de la Corte Suprema de Estados Unidos, el célebre John Marshall, quien desde 1803, en la famosa sentencia de Marbury v. Madison, estableció que la Constitución como “ley suprema”, se ubicaba encima de las leyes y de los actos ordinarios, de forma que toda actuación contraria a ella resulta nula.
Las nuevas atribuciones de nuestro máximo tribunal como defensor del régimen constitucional han transitado —como sucedió con todas las democracias modernas— hacia esa misma dirección, al incorporar relevantes figuras jurídicas para la armonía estatal, como las controversias constitucionales y acciones de inconstitucionalidad.
No se trata de decir con esto, de ninguna manera, que la Suprema Corte de Justicia tenga la atribución de “judicializar” controversias ajenas a su competencia original; en absoluto, sólo se trata de que la misma asuma con plenitud y más que nunca, su trascendental labor como tribunal constitucional, para asegurar que los ámbitos de gobierno y los poderes públicos se ciñan de modo estricto a la voluntad soberana.
De hecho, como tribunal constitucional, nunca se debe ubicar en un plano superior con relación al legislador, de forma que siempre debe presumir la constitucionalidad sustantiva y procesal de la ley, en aras de servir a los intereses democráticos, que de suyo mandan la regularidad y legalidad de todas las actuaciones del Estado.
Por tanto, su valía reside en esa facultad de invalidar leyes y actos contrarios a la Constitución, lo que debería llevarla —justo para lograr la justicia sustantiva— a no resolver regularmente asuntos de legalidad y a exigir una mayor ponderación a las decisiones de los tribunales colegiados y a las revisiones de los Plenos de Circuito.
En este sentido, considero que debemos tener absoluta confianza en que más allá de los naturales vaivenes que son propios de una democracia plural y dinámica, nuestro actual sistema jurídico cuenta con los pesos y contrapesos necesarios para garantizar la estabilidad institucional que exige el desarrollo nacional y que también son una condición indispensable para la urgente pacificación del país.
Al respecto, el próximo Ejecutivo federal ha reiterado, con gran acierto y sensatez, que respetará el quehacer de los otros poderes, lo que sin duda permitirá que nuestra Corte Constitucional pueda colaborar para que la vigencia del Estado de Derecho y la salvaguarda de los derechos humanos se conviertan en realidades tangibles, palpables y concretas para todas y todos los mexicanos en la Cuarta Transformación.
Consejero de la Judicatura Federal
de 2009 a 2014