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El arranque de la campaña electoral por los candidatos que aspiran a ocupar la más alta magistratura del país, bien pronto ha puesto de manifiesto la falta de una propuesta integral, sistemática y realista para combatir a la delincuencia, violencia e impunidad que de manera creciente e insostenible padece la sociedad mexicana.
En este punto, sería recomendable que esos candidatos escuchen el consejo de los expertos, como de quienes celebrarán los próximos días 17, 18 y 19 de abril una serie de Foros de Análisis y Propuestas sobre Política Criminal, Justicia Penal y Seguridad Pública en el Centro de Estudios de Política Criminal y Ciencias Penales (Cepolcrim).
La verdad es que cualquier resolución al “déficit de seguridad” no pasa por plantear ideas antiguas, como rebautizar secretarías de despacho y centros de investigación, lo cual no ha dado nunca los resultados esperados, justo por tratarse de cambios superficiales o cosméticos a sistemas de procuración y de justicia preexistentes.
Tampoco es necesario formular promesas o recetas extravagantes y exóticas. En efecto, para combatir a la criminalidad organizada —y a la no organizada—, basta poner en práctica lo que debe hacerse y no se hace: a) perseguirla y enjuiciarla con la ley; b) involucrar activamente a la sociedad; y, c) ubicar a cada cosa en su lugar.
Para ese propósito, el ganador de la contienda por la Presidencia de la República debería llevar a cabo una convocatoria nacional para implicar a los sectores público, social y privado en esa persecución y enjuiciamiento contra la delincuencia organizada, acción que debe privilegiar la concientización y participación ciudadana.
Con sustento en la ley, debería crearse una política criminal única que ordene, delimite y articule de modo general la persecución y enjuiciamiento de los delitos federales y locales, además de uniformar el tratamiento y reinserción del inculpado, la prevención y rehabilitación de las adicciones y la regeneración del tejido social.
Al Sistema Nacional de Seguridad Pública debe dotársele de “dientes” —de una vez por todas— para que en la prevención, investigación y juzgamiento de los delitos cada ámbito de gobierno asuma sin excusas su responsabilidad, en especial el local, en donde tienen lugar esos ilícitos, sin perjuicio de reforzar la coordinación.
Tampoco puede seguir imperando que, frente a delitos graves, las autoridades de los estados y municipios —a pesar de disponer de la policía de proximidad— estén siempre mirando “hacia el otro lado” para evadir sus deberes constitucionales en seguridad pública, además de tolerar la corrupción, y de no preparar a sus policías. Esa es su primerísima e irrenunciable obligación.
Al mismo tiempo, deben promover y proteger el derecho de la persona a la denuncia pública eficaz, con lo cual debe bajar la alarmante “cifra negra” y el altísimo índice de impunidad, que junto con el fenómeno de la “puerta giratoria”, lamentablemente se han convertido en incentivos perversos para cualquier tipo de criminal.
En las investigaciones contra la delincuencia organizada, es fundamental que la policía y la fiscalía privilegien como pauta para actuar, la planeación y la inteligencia sobre la improvisación y el enfrentamiento armado, para lo cual deben utilizar las técnicas especiales de investigación, que regulan la ley y la Convención de Palermo.
Los jueces de control, quienes juegan un papel crítico entre la investigación y el enjuiciamiento, al decidir sobre las medidas preventivas y de seguridad en delitos tan peligrosos como el crimen organizado, deben dictar sus resoluciones bajo el entendido que sus delitos siempre tienen lugar dentro de un contexto criminológico.
Por otra parte, no deben confundirse las tareas de seguridad preventivas a cargo de los cuerpos de policía —como los municipales—, de las acciones persecutorias que para conocer e investigar los delitos deben llevar a cabo los Ministerios Públicos federal y estatales, en aras de reunir pruebas para que el juzgador imparta justicia.
Finalmente, en ningún Estado de Derecho se debe sostener, por dura que sea la coyuntura, que dotar de facultades regladas para que las autoridades policiales, ministeriales y judiciales cumplan con sus deberes, se traduzca de forma inexorable en seguros márgenes de arbitrariedad y de menoscabo a los derechos humanos.
Una mentalidad así conllevaría no sólo la existencia de lagunas jurídicas que sin duda aprovecharían los delincuentes (notoriamente los del crimen organizado por su alto nivel de amenaza), sino ante todo la parálisis gubernamental, la instauración del desgobierno y, en última instancia, la muerte de la sociedad civil y del Estado.
Consejero de la Judicatura Federal
de 2009 a 2014