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En 1871, México impulsó una Reforma al Código Penal que incluyó la creación de una penitenciaria. Para ese proyecto moderno, que buscaba subsanar el hacinamiento, malas condiciones de vida y más problemas de las cárceles de la época, se tomaron en cuenta las propuestas de dos intelectuales mexicanos que desde años atrás habían impulsado un nuevo sistema penitenciario, Manuel Payno y José María Luis Mora. Ese nuevo modelo, basado en estudios de estos dos personajes en Estados Unidos e Inglaterra, consistió en construir un edificio cuyo estilo arquitectónico permitiera la vigilancia de los presos en todo momento y un esquema que buscaba la readaptación.

“El sistema se llamaba panóptico o arquitectura de control, que quiere decir que había una gran torre de vigilancia central desde donde un guardia tenía a la vista las celdas y a los presos. El panóptico funcionaba como un juego psicológico, el preso se sentía vigilado todo el tiempo y esto originaba que cuando saliera a las calles de nueva cuenta, tuvieran miedo de volver a delinquir porque sentía que los estaban observando”, refiere Alejandro de Ávila, coordinador del departamento de Servicios Educativos del Archivo General de la Nación, acervo que hoy ocupa las instalaciones de lo que fue la Penitenciaría del Distrito Federal o Palacio de Lecumberri.

Ese proyecto diseñado por el ingeniero Antonio Torres Torija y ejecutado por el ingeniero M. Quintana, fue inaugurado por Porfirio Díaz en 1900. Ahí se comenzó a implementar un sistema moderno, pero sólo funcionó cinco años. El edificio era para 800 personas y llegó a tener más de 8 mil.

“Lecumberri comenzó como una utopía penitenciaria; se esperaba que se expandiera a todo el país, pero para 1905 y 1906 ya tenía problemas de espacio, indisciplina y empezaron a mandar ahí presos de la cárcel de Belén, sin la atención ni cuidado de los primeros años. Hubo un deterioro muy rápido del esquema, luego vino la inestabilidad de la Revolución y esa utopía de la readaptación y reinserción se fue debilitando, la propia dinámica de la sociedad llevó a que se abandonara el proyecto”, comenta el historiador Antonio Padilla Arroyo, investigador de la Universidad Autónoma de Morelos.

Para mediados del siglo pasado, las condiciones de esa penitenciaría modelo habían retrocedido varias décadas, tuvo los mismos problemas que le habían dado vida. Volvió a lo mismo, nada alejado de lo que se vive ahora. Pareciera que es algo cíclico, una constante que México ha arrastrado, opina la historiadora Graciela Flores Flores. “Los nuevos modelos de cárceles parten de la decepción, pero también de la promesa de la mejoría de los inmuebles, y de nuevo llega la decepción”.

Antes de Lecumberri, que pretendió sustituir el modelo de la cárcel de Belén, ésta también había intentado mejorar las prácticas de la Ex Acordada, que funcionó hasta mediados del siglo XIX. “El relevo se llevó a cabo con la idea de que la cárcel de la Ex Acordada ya no funcionaba, que era insalubre, que había mala alimentación, hacinamiento. En 1863, el Ayuntamiento de la ciudad recibe un inmueble del siglo XVII que había sido ocupado por monjas y lo convierte en cárcel, sobre ella se sembraron nuevas expectativas, pero al poco tiempo termina como la anterior”, indica la investigadora que ha escrito artículos sobre la cárcel de Belén.

Sólo buenas intenciones. Con las propuestas implementadas después del Palacio de Lecumberri sucedió lo mismo, indica Padilla Arroyo, autor de Criminalidad, cárceles y sistema penitenciario en México, 1876-1910: “En los últimos 100 años del sistema penitenciario mexicano podemos encontrar cuatro momentos en que nacen ideas para fundar cárceles o modelos penitenciarios que tratan de resolver los problemas: El primero es Lecumberri, que inicia el modelo de regeneración y readaptación social; luego, Santa Martha Acatitla (1957-1958), que supuestamente iba a mejorar todo y que había modificado la idea de cómo debía ser la reinserción del preso. Después viene la creación de los Ceresos, con una idea arquitectónica que tiene que ver con un proceso progresivo de reeducación e reinserción social. Lo último fue crear espacios para presos de alta peligrosidad que, como vemos, tienen fallas”.

Desde Lecumberri, añade el historiador, la innovación del sistema penitenciario en México se ha caracterizado por favorecer la educación y reinserción social, pero ¿qué ha fallado?

“Las cárceles son una reproducción en miniatura de los problemas de la sociedad. En la medida en que se arreglen las condiciones de vida de la población, en que se resuelva la violencia, las cárceles podrían tener una posibilidad de controlar sus problemas”, opina.

Con él coincide Flores Flores: “El sistema penitenciario ha partido siempre de la buena voluntad. Probablemente ahora sí se necesite un cambio de modelo penitenciario, pero históricamente en las cárceles predominan elementos de corrupción, producto de la indiferencia de las autoridades y de la situación de la sociedad”.

En la actualidad, señala Arroyo, “cada vez son más frecuentes los motines, las fugas o intentos de, pero el problema es que se asume que, como son presos y están ligados al narco o a bandas criminales, es natural que lo hagan; las autoridades atribuyen eso al narco y lo pintan como algo ajeno, pero es producto de circunstancias históricas”.

El historiador considera que los problemas que en las cárceles dan cuenta de un modelo penitenciario en crisis.

“Se necesita una estructura institucional nueva y militarizar las prisiones, no es la mejor opción, no en la condición actual. La otra opción es privatizar las cárceles, dárselas a las empresas para que se conviertan en lugares de economía productiva, pero sin legislación que proteja los derechos de los presos, van a abusar de ellos”, plantea.

Para el historiador, el trabajo comunitario podría ser una alternativa viable, “el delincuente que agredió a la sociedad tiene la obligación de resarcir a la víctima de manera individual y a la sociedad en su conjunto”.

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