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Las contingencias ambientales que los habitantes de la capital hemos vivido en los últimos meses parecen ser un capítulo más de una trágica historia que comenzó desde el momento en que la ciudad colonial fue construida sobre las ruinas de la antigua Tenochtitlan y sus lagos. Una urbe inmunda, cubierta por malos olores, basura y otras impurezas ha sido el escenario constante de esta historia que ha tenido capítulos desastrosos, como las epidemias e inundaciones severas que provocaron gran mortandad en la población novohispana.

Un vistazo a la vida cotidiana de la Nueva España nos pone frente a calles y plazas mugrosas, malolientes. Ese “aire viciado” era provocado por muchos factores, refiere la historiadora Martha Eugenia Rodríguez Pérez, investigadora en el Departamento de Historia y Filosofía de la Medicina de la UNAM: Había basura en todos lados, la materia fecal de los caballos que jalaban las carretas se acumulaba en la vía pública; el agua de las acequias se estancaba y desprendía malos olores, las carnicerías no cumplían con las normas de higiene y almacenaban animales en descomposición; en las plazas se ordeñaban vacas al amanecer; de las fuentes de agua en la Plaza Mayor (ahora Zócalo) bebían tanto animales como humanos, las pocas letrinas existentes estaban en las plazas públicas… “Todo esto viciaba el aire, lo cual provocaba epidemias que llegaron a convertirse en un problema de salud ambiental”, dice en entrevista.

Los mayores problemas de higiene y salud se registraron en los barrios donde vivía la población indígena, pues fueron ellos los primeros en padecer las epidemias que brotaron a la llegada de los españoles. Pero los espacios para la élite tampoco estuvieron exentos a la podredumbre y epidemias. El ambiente insano en la capital virreinal era parte de la vida cotidiana de sus habitantes. Según Rodríguez Pérez, es hasta finales del siglo XVIII que se comienza a tomar conciencia de lo sucio que era el ambiente en la ciudad y cómo esto afectaba la salud de sus habitantes. Para entonces, señala, la comunidad científica comenzó a detectar que los problemas sanitarios estaban relacionados con la falta de higiene personal, por lo que recomendaron a las autoridades poner reglas. “Esas sugerencias van desde barrer las calles y regarlas antes para no levantar polvo, hasta reubicar los cementerios fuera de la zona urbana, pues con las epidemias esto también viciaba el ambiente”.

Sería el Segundo Conde de Revillagigedo (Juan Vicente de Güemes) quien implementaría esas medidas y dispondría, desde entonces, personas encargadas de barrer las calles, coordinar los transportes para recolectar basura y alejarla de la zona urbana.

Del olor a marisco podrido a la desecación de lagos. Con las constantes inundaciones por el desborde de los lagos del Valle —como la registrada en septiembre de 1629 que provocó gran mortandad y dejó a la ciudad inundada por cinco años—, y la pestilencia de las aguas estancadas, las autoridades y la población siempre vieron a los cuerpos de agua como una amenaza constante, por lo que ya desde principios del siglo XVII se comenzó a pensar en la desecación definitiva de los lagos. Una medida que, señala el historiador Sergio Miranda Pacheco, del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM, se hizo sin pensar en las consecuencias que traería en el futuro.

El sistema de canales y acequias que atravesaban la ciudad ayudaba a transportar las inmundicias que la población arrojaba al agua. Ese recorrido comenzaba en la ciudad y terminaba en el Lago de Texcoco, pero en temporada de secas el agua del lago se reducía y despedía miasmas pútridos que con los vientos llegaban hasta la ciudad, cubriéndola de un hedor semejante al marisco podrido, describe el especialista en historia urbana y ambiental de la Ciudad de México.

Como un remedio para todos esos males, los diferentes regímenes instaurados a lo largo del siglo XIX impulsaron el desagüe y la desecación del Valle. Pero entre tantos cambios políticos y sociales, sería hasta finales del siglo XIX, con el régimen de Porfirio Díaz, que llegarían a concretarse esas obras. Fue así como en Marzo de 1900 el presidente Díaz reinauguró las Obras de Desagüe del Valle, “creyendo culminar así de una vez por todas la larga batalla contra las aguas estancadas, las inundaciones y la insalubridad que siglos atrás había emprendido el régimen colonial”, relata Miranda Pacheco.

Sin embargo, asevera el historiador, detrás de esa decisión había fuertes intereses económicos y urbanísticos que, por supuesto, no tomaron en cuenta las consecuencias ambientales que traería. Desde finales del siglo XIX, añade, hubo posturas de algunos médicos que plantearon la inconveniencia y perjuicio que la desecación de los lagos provocaría sobre el medio ambiente y la salud de la población, pues algunos advertían que la falta de humedad en la atmósfera provocaría grandes males. En un congreso médico de 1878, refiere, el doctor José G. Lobato advirtió que la solución a las enfermedades infecciosas no estaba en la desecación, sino que al contrario, ésta tendía a reproducirlas, además de que se rompería con el equilibrio hidrológico.

“Se perdió de vista los problemas que en el futuro podría traer y que son los mismos que vivimos hoy”, señala.

“Detrás de la decisión tomada en dicho congreso médico, donde se aprobó la desecación de los lagos y se respaldó la creación del desagüe, fue cabildeada porque Díaz traía la idea de darle continuidad a un proyecto urbanístico que había nacido bajo el régimen de Maximiliano, quien durante su gobierno había recibido una gran cantidad de proyectos para fraccionar y lotificar las tierras más ventajosas, las que ahora corresponden a las colonias Juárez, Cuauhtémoc, San Rafael y Santa María”, añade.

“El pretexto fue salvar a la ciudad de las enfermedades y la pestilencia, pero en el fondo estaba la profunda desigualdad que había en los habitantes de la ciudad, una desigualdad que se tradujo también en la destrucción y construcción de los fundamentos que hoy tenemos: una ciudad con muchas desigualdades y con serios problemas para su sustentabilidad”, explica.

Cuando la región más transparente se inundó de polvo. Pero las enfermedades no cesaron, se recrudecieron y la magna obra de desagüe porfiriana no cumplió con el objetivo de eliminar las inundaciones. A mediados de 1920 volvió a anegarse la ciudad, entre los años 40, 50 y 60 también hubo grandes inundaciones.

Después de la Revolución, la capital comenzó a vivir las primeras consecuencias de la desecación de los lagos: “Todo esto se tradujo en una situación contradictoria porque al secarse el Lago de Texcoco, en épocas de secas se levantaban grandes polvaderas. Durante los años 20, 30 y 40, la ciudad se llenaba de una neblina de polvo”, dice el historiador Ernesto Aréchiga Córdoba, investigador del Colegio de Humanidades de la UACM. Aquel valle que Humboldt y Alfonso Reyes habían descrito como “la región más transparente” se había convertido en una ciudad inundada de polvo.

En esa época, añade el historiador, los gobiernos posrevolucionarios comenzaron a impulsar la educación higiénica entre la población con campañas de salud, lo cual provocó una gran demanda de agua potable. Esto, explica el especialista en historia urbana, se resolvió cavando pozos profundos, sobreexplotando el agua del subsuelo, lo que a la larga también provocó hundimientos de la urbe. “Toda esta serie de medidas fueron tomadas siempre yendo en contra del medio natural lacustre, que era muy generoso… En el siglo XIX y XX los gobiernos se han preocupado por la situación de la contaminación, pero siempre han actuado en contra de los lagos, de los bosques, destruyendo el medio natural; ha habido deforestación y otras medidas que han provocado graves problemas ecológicos”. Y la historia se repite hasta nuestros días.

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