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Bogotá.— La vida en el galeón San José era un incierto y hediondo infierno: mucho calor de día, frío de noche, gente sin higiene, animales, alimentos podridos, agua corrompida, vómitos y mierda. Grande para la época, pero con sólo 400 metros cuadrados habitables.
El San José navegó con un promedio de 600 personas, de los cuales 168 eran gente de mar, 133 eran gente de guerra y el resto, pasajeros: burócratas, comerciantes, aventureros y familias, que se convertían en un tremendo estorbo para las operaciones navales.
En las bodegas y las dos cubiertas cargaron muchos barriles, arcones, botijas, fardos, aceite de oliva, miel, vinagre, cecina, vino, madera, garbanzos, huevos, sal, leña, arroz, nueces, muebles, paños, queso, garbanzos, gallinas, cerdos, cabras, mantas, almohadas, balanzas, lanchas, velas, pulgas, chinches, piojos, garrapatas, cucarachas y gatos, entre otras cosas.
Tras siete años de espera por culpa de la guerra, la falta de presupuesto, la escasez de marineros y dos intentos de los ingleses por destruir las embarcaciones en puerto, el galeón San José zarpó junto a el galeón San Joaquín del puerto de Cádiz, España, el 10 de marzo de 1706, y llegaron a Cartagena 41 días después y sin incidentes.
La tripulación. Entre los pasajeros estuvo el marqués de Castelldosrius, un noble y muy arruinado catalán, nombrado vigésimo cuarto virrey del Perú, quien viajó con toda su familia y 30 personas de séquito. Además de su linaje, este hombre era notable por haber besado antes que ningún otro español el anillo del recién ungido Felipe V, el primer rey de España perteneciente a la dinastía de los Borbones.
Una de las principales tareas del nuevo virrey fue llenar las bodegas de la flota del tesoro con oro, plata y piedras preciosas.
En el galeón el agua era tan escasa que no se podía desperdiciar para la higiene del barco y de la gente. La privacidad era un lujo que no existía.
Los pasajeros jugaba a los naipes y a los dados. A veces se divertían con riñas de gallos. Los más cultos leían libros. Despiojarse y contar historias de romances y aventuras eran pasatiempos muy entretenidos.
La alimentación era un tormento. Las verduras y las frutas se acababan los primeros días y después venían jornadas miserables. Cada navío llevaba un alguacil de agua y un despensero de vino y aceite. En buenos viajes daban media botella de vino al día, que a veces los tripulantes guardaban para venderla en los puertos de las Indias.
Carne sólo se comía dos veces por semana. El resto de la semana, garbanzos, habas, arroz y pescado. Se cocinaba una sola vez al día, si no había tormentas de agua o de viento.
A veces mataban gallinas o cerdos y se daban banquetes de carne fresca. Se rezaba mucho en los galeones. Todos se confesaban y comulgaban antes de subirse al barco.
En la tripulación de 133 soldados y 168 marineros había carpinteros, mosqueteros, astilleros, calafates, toneleros, un buzo y tres tamboreros. Los que más ganaban eran los buzos, pues escaseaban, necesitaban saber nadar muy bien porque eran los encargados de parchar con madera, hierro y brea los cascos averiados.
Rara era la travesía en que no muriera alguien; entonces, lo envolvían en un paño, le cargaban un lastre de piedras o toneles de barro, le rezaban y lo arrojaban al fondo del mar.
Si había un naufragio, por tempestad o por guerra, los primeros en subir a las barcazas eran las personas más útiles a la sociedad: varones de ascendencia noble, y de últimos quedaban los niños, mujeres y ancianos.
El cargamento. El tesoro salió de El Callao hacia el Pacífico panameño el 19 de diciembre de 1707. La Flota de Casa Alegre, responsable del San José, estuvo fondeada en Cartagena durante dos años, esperando que se juntara la preciosa carga proveniente del extenso virreinato peruano. Fue hasta el 2 de febrero de 1707 que levantó anclas para ir a cargar a la feria de Portobelo, en el Caribe panameño, a donde llegó ocho días más tarde y donde se encontraban reunidos todo el oro y la plata que habían salido del puerto, producto del recaudo de impuestos.
También cargaban, en menor escala, cochinilla, añil, pieles, cacao y algunas excentricidades, como papagayos, monos, turpiales, quetzales e iguanas.
Dicen las crónicas de la época que los galeones llevaban 22 millones de monedas de oro y plata de diferentes nominaciones (escudos, ducados, pesos, reales y maravedíes), siendo las más valiosas las de oro de 8 escudos con la efigie de Felipe V.
Hoy, los mercaderes numismáticos pagan 6 mil euros por cada una de esas monedas, que no se consiguen.
Las monedas las repartieron mitad y mitad entre los galeones San José y San Joaquín. La estrategia de Casa Alegre ha sido calificada de imprudente, pues sabía que los corsarios ingleses lo estaban esperando, pero se sentía muy superior en hombres y armas a la flota comandada por Charles Wagner.
No tenían que ser muy listos el comodoro Wagner y sus hombres para saber que el San José, el San Joaquín y los otros 12 navíos de la flota navegaban de Panamá a Cartagena con el mayor tesoro jamás embarcado.
La crónica. El San José estuvo artillado con 64 cañones: 26 para balas de 18 libras, 26 para balas de 10 libras y 8 de 6 libras. En total, la flota que acompañaba al galeón tenía 13 navíos con 278 cañones. A las 3 de la tarde del jueves 7 de junio de 1708, Casa Alegre ya podía atisbar la bahía de Cartagena desde Barú. Y a los lados, a dos kilómetros de distancia, oteó las velas enemigas de los cuatro navíos ingleses, con apenas 192 cañones entre todos.
A las 7:30 de la noche, el San José, con los palos rotos y a punto de ser abordado por los ingleses disparó sin puntería hasta que la nave explotó por la pólvora que llevaba o se partió. Solo la arqueología náutica podrá explicar la causa del hundimiento.
La batalla duró dos días más y el San Joaquín logró entrar herido a la bahía de Cartagena, con medio tesoro y ante la resignación de los ingleses, que también tenían averiadas sus naves.
Tres años más tarde, el 3 de agosto de 1711, zarpó desde Cartagena el resto de la flota del tesoro, con el reparado galeón San Joaquín a la cabeza y tres unidades de escolta, pero una tormenta los dispersa y dos de las tres unidades de respaldo regresan a Cartagena.
En consecuencia, el San Joaquín volvió a ser emboscado por los filibusteros ingleses, con siete poderosos navíos armados con 310 cañones. El almirante Villanueva muere en el combate y el galeón, apoyado por una sola unidad de escolta, se rinde, pero los ingleses no encuentran el tesoro.
Por órdenes de Felipe V y para humillación de Villanueva, el tesoro sobrante había sido embarcado en las menos ostentosas embarcaciones francesas, que llegaron triunfantes a España, con el oro y la plata.