sabina0210@hotmail.com

La llegada del primer hombre a la Luna, el 20 de julio de 1969, marcó la niñez de Rafael Navarro González, director del Laboratorio de Química de Plasmas y Estudios Planetarios (LQPEP), del Instituto de Ciencias Nucleares (ICN) de la UNAM.

“Esa hazaña me causó mucha inquietud, pues pensaba que podría haber vida no en la Luna, sino en otros lugares fuera de la Tierra. Yo estudiaba tercero de primaria y desde ese momento busqué entender cómo había surgido la vida en nuestro planeta”, dice.

Al terminar la preparatoria, Rafael decidió estudiar biología en la Facultad de Ciencias y, como oyente, química orgánica en la Facultad de Química (ambas en CU). En 1983, cuando concluyó la carrera de Biología, empezó a trabajar en el Centro de Estudios Nucleares (CEN) de la UNAM —que más tarde se convertiría en el ICN—, en experimentos relacionados con la Tierra primitiva y el cometa Halley. Ese año, el país estaba en plena crisis económica y las expectativas para estudiar en el extranjero no eran las mejores. Con todo, Rafael consiguió un apoyo para irse a la Universidad de Maryland, donde trabajaba Cyril Ponnamperuma.

Originario de Sri Lanka, Ponnamperuma era un científico reconocido en todo el mundo, pero cuando fue elegido por el Programa Apolo como el principal investigador que analizaría el polvo lunar en busca de compuestos orgánicos, se volvió muy famoso. Al llegar a México a finales de la década de los años 70 invitado por el entonces CEN a dar una serie de conferencias, ya había participado en innumerables misiones espaciales y sido director del Ames Research Center, un importante centro de investigación de la NASA, en California. Por esos días, Rafael estudiaba el primer semestre de la carrera de Biología.

“En los recesos todos querían hablar con él. Durante uno de ellos, yo estaba por ahí tomando café. De repente vi que se acercaba a mí. Quería saber dónde estaba el baño. Yo era un estudiante de apenas 18 años recién llegado a la UNAM y no conocía bien estas instalaciones. Recuerdo que le contesté: ‘No sé, pero lo buscamos’. Al salir me preguntó quién era yo y qué hacía. Le hablé de mi interés por estudiar el origen de la vida. Él me dijo: ‘Te doy mis datos y te vas a trabajar conmigo’.”

Durante la plática, Ponnamperuma se dio cuenta de que aquel joven aún no había terminado la licenciatura, así que lo invitó a visitarlo cuando la concluyera.

“Dicho y hecho. Le escribí cuando ya tenía la licenciatura y luego me fui a trabajar con él. Se acordaba muy bien de mí. De la licenciatura pasé directamente al doctorado de Química, sin cursar la maestría. La Universidad de Maryland tenía un programa en el que, si uno demostraba capacidad, lo dejaban en el doctorado; y si no, lo regresaban a estudiar la maestría.”

Estudios en el Pico de Orizaba

Para pagar sus gastos, Rafael daba un curso de química en la Universidad de Maryland, dirigía dos grupos del laboratorio de química, asesoraba a los estudiantes... Tiempo después, la UNAM se puso en contacto con él y le dio un complemento de beca, que era una cantidad simbólica. Al cabo de un año, Rafael logró que le asignaran la beca completa y dejó de dar clases.

Como becario de la UNAM, el futuro investigador seguía en contacto con el CEN y, en 1989, al concluir el doctorado, lo esperaba una plaza de investigador ya no en el CEN, sino en el ICN. En 1991, Ponnamperuma lo llamó porque la NASA tenía un proyecto para crear un centro avanzado de estudios sobre el origen de la vida: debido a que competiría por la dirección de ese centro, quería que Rafael se hiciera cargo del laboratorio.

Para poder regresar a Estados Unidos sin dejar la UNAM, Rafael hizo una estancia posdoctoral en el laboratorio de Ponnamperuma y durante un año trabajó en química cometaria y en el desarrollo del Centro Especializado de Investigación y Docencia en Exobiología de la NASA, pero el proyecto lo obtuvo otro grupo. Después surgió una nueva oportunidad en México: como el país había perdido no pocos científicos se creó un programa para repatriarlos de Estados Unidos y Europa, y apoyarlos en la construcción de laboratorios tan avanzados como los que tenían en el extranjero.

“Era un poco arriesgado porque uno dejaba su empleo y regresaba a México a ver si le aprobaban su proyecto. Sin embargo, en 1992 decidí escribir el mío y someterlo al CONACyT para su evaluación. Fue aprobado y obtuve el dinero para montar mi laboratorio. El financiamiento vino del CONACyT y de la UNAM por partes iguales. Pero un laboratorio como éste no se monta de un día para otro.”

Cada verano, Rafael trabajaba en el proyecto de la NASA y volvía a México para continuar con la instalación de su laboratorio, hasta que en 1994 quedó listo el LQPEP en el ICN. Entonces, él y sus colaboradores empezaron a hacer investigación tan importante como la que hacían en Estados Unidos. Su trabajo llamó la atención de muchos colegas y, al finalizar una conferencia en Italia, un investigador de la NASA, Christopher McKay, lo invitó a trabajar.

“Gracias a esa colaboración logramos encontrar una crisis de nitrógenos de cuando evolucionó la vida.”

Poco después, McKay le dijo que quería subir al Pico de Orizaba, porque se había enterado de que el bosque en la faldas de ese volcán era el más alto del mundo, y que creía que estudiarlo sería muy útil para hacer comparaciones con el ambiente marciano.

“Yo hacía un año sabático en el Instituto Tecnológico de Massachusetts con Mario Molina. McKay dijo que no había prisa, que cuando terminara iríamos al volcán.”

Los investigadores mexicanos hicieron un trabajo muy interesante sobre contaminación ambiental relacionada con ciudades como la de México y otros lugares en los que se forman compuestos aromáticos inestables, y diseñaron un método para estudiarlos. Con él también estudiaron la química de los relámpagos volcánicos, cuyos resultados publicaron en un trabajo que fue muy citado.

Ya en México, Rafael y McKay subieron al Pico de Orizaba, donde tomaron muestras de tierra y dejaron instaladas algunas estaciones meteorológicas con el fin de medir la temperatura y la cantidad de lluvia que caía durante el día.

“En mi laboratorio comencé a diseñar un método para analizar el suelo del volcán con una técnica llamada pirólisis, que consiste en calentar la tierra desde temperatura ambiente hasta mil grados centígrados. A esta temperatura, las bacterias y los compuestos orgánicos se degradan y liberan pequeñas moléculas.”

En el desierto de Atacama

McKay tenía un proyecto en el desierto de Atacama, en el norte de Chile. Rafael le comentó su interés de trabajar en él y que su experiencia en el Pico de Orizaba podría servir para estudiar el suelo de ese desierto. A continuación le explicó el método que había desarrollado. A McKay le pareció atractivo porque era muy parecido al que habían utilizado las misiones Vikingo en Marte a mediados de la década de los años 70.

El de Atacama era un proyecto de millones de dólares destinado a encontrar una zona parecida a Marte. En él participarían más de 30 científicos, todos de Estados Unidos, excepto dos: Fred Rainey, un irlandés que estaba en una universidad estadounidense, y Rafael. Atacama es un desierto de clima templado, con oscilaciones en su temperatura: en la noche puede bajar a -5 grados centígrados y en el día subir a 30. No tiene agua y casi ninguna vegetación, y en él cae menos de un milímetro de agua de lluvia al año.

“Yo encontré un lugar en el que la cantidad de materia orgánica era mínima. El hallazgo fue importante porque resultó ser la zona más árida de Atacama. Rainey encontró un lugar en el que no había bacterias. Al combinar los resultados teníamos evidencia de dónde no había vida porque no había bacterias ni compuestos orgánicos.”

Faltaba algo para hacer esta historia más atractiva a la comunidad científica, algo que estuviera destruyendo a la materia orgánica y la vida: oxidantes. Rafael hizo otro sabático, pero ahora en París. Desde allá tenía teleconferencias con el grupo estadounidense para diseñar algún mecanismo que permitiera ubicar una región con esos oxidantes. Y se le ocurrió un experimento en el que al suelo se le agregaba un nutriente, se encapsulaba y se veía dónde se degradaba ese compuesto. Resultó que este experimento ya lo había hecho la NASA con el Vikingo II para detectar vida en Marte.

“Durante mi estancia en París se organizó otra expedición a Atacama. Esa vez fui, tomé muestras, las preparé y volé a la ciudad de México. En una noche hice los análisis en el laboratorio porque al día siguiente tenía que regresar a París. McKay, Rainey y yo, como primer autor, publicamos un trabajo en el que reportamos por primera vez un ambiente terrestre parecido a uno marciano e idéntico a las condiciones que estudiaron las misiones Vikingo.”

Sample Analysis at Mars

Después del descubrimiento que se hizo en Atacama, la NASA quería enviar una misión a Marte. Para este proyecto lanzó una convocatoria en la que se decía que los científicos podrían proponer el desarrollo de un instrumento.

“Un grupo francés de investigación con el que yo hacía mi sabático y que colaboraba con otro de la NASA, propuso uno. Sus integrantes deseaban que yo formara parte de su grupo porque tenía experiencia en relación con ambientes análogos a Marte.”

El grupo, dirigido por Paul Mahaffy, fue seleccionado para desarrollar ese instrumento. Además de Rafael, había en él otros destacados investigadores, como Michel Cabane y Patrice Coll. En 2005 se empezó a diseñar y construir el instrumento, y a principios del 2011 quedó ensamblado para que pudiera lanzarse en noviembre de ese mismo año.

“Sin embargo, por problemas económicos, la NASA hizo recortes al presupuesto, lo que se reflejaría en la eliminación de algunos componentes importantes del instrumento original.”

Por esos días se anunció que un robot, el Opportunity, había encontrado jarosita en Marte. Este mineral de hierro con sulfato sólo se puede formar en condiciones acuosas pero muy ácidas. Rafael sabía que en el río Tinto, en España, había ese mineral, y fue allá a recoger algunas muestras de sedimentos.

“Analicé las muestras con la misma técnica que había utilizado en Atacama y encontré que, a pesar de que en ese lugar hay vida y compuestos orgánicos, estos compuestos no se detectan porque se destruyen por oxidación. De este modo demostramos que era un error que la NASA redujera el presupuesto y eliminara componentes del instrumento, pues sin ellos no podríamos detectar compuestos orgánicos.”

En 2006, en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences, Rafael y sus colaboradores publicaron los resultados de su estudio bajo el título The limitations on organic detection in Mars-like soils by thermal volatilization–gas chromatography–MS and their implications for the Viking results.

“Este trabajo fue crucial para que la NASA nos diera el dinero necesario y el instrumento estuviera completo. El 26 de noviembre de 2011 se lanzó el Curiosity o Mars Science Laboratory (MSL) con el Sample Analysis at Mars (SAM) en su interior”, concluye.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses