Una máquina antigua arroja metales grabados con el logotipo de los 480 años de la Casa de Moneda de México. Es de las más antiguas en este lugar, data de 1823 y pese a la edad se mueve con rapidez. Todo parece indicar que es la única que se rehúsa a jubilarse. Antes era operada por Estaban Jiménez Cayecac, quien de entre los más de 700 trabajadores que alberga esta institución, es al que la mayoría recuerda con especial cariño, pues durante sus 72 años de labor rescató de la basura diversas piezas que hoy son orgullo del Museo Numismático Nacional.

Hoy, aunque su usuario más fiel se ha retirado, La Bailarina, como le han apodado, sigue mostrando a los visitantes la manera en la que hacía grabados al metal, para darles valor monetario. Probablemente muchas de las monedas que utilizaron nuestros padres, abuelos o incluso nosotros, fueron tocadas por primera vez por esta máquina, que acuñó las monedas mexicanas desde 1848  hasta 1992, cuando la planta de acuñación fue trasladad a San Luis Potosí.

La Bailarina comienza con una especie de danzón: con un movimiento lento toma un pedazo de metal redondo, llamado cospel, y como si lo apretujara con la añoranza de lo que le fue arrebatado, lo aprisiona... De esta forma  calienta para producir en serie, pasa a un ritmo más acelerado y deja libre a su prisionera, un metal color cobre, brillante, que ahora es simple ornamentación. La bailarina, no importa el ritmo, se mueve siempre sin perder el compás.

Misticismo y purgatorio. Las condiciones extremas en las cuales laboraban los trabajadores, las jornadas, el calor, el sacrificio, los rastros del fuego y de la ceniza, los metales pesados pasando por los pulmones, la historia y los secretos de la Casa, están impregnadas en las paredes, en el piso, en los techos de la sala de Fundición. El olor a metal, a grasa, a hollín es lo primero que se percibe al entrar en este cuarto. Ahora, adornado por maniquíes con mandiles de cuero, se pueden ver los hornos que funcionaban a temperaturas mayores a los mil grados y que, a pesar de los techos de 12 metros de alto, hacían de la sala un horno mismo, con temperaturas de 50 grados centígrados en promedio.

Para 1992 en este recinto procesaban hasta cinco toneladas de metal en un solo día. Los trabajadores entonces usaban cobijas de lana como protecciones improvisadas, no para resguardarse del calor, sino de las tierras ricas, que contenían los restos de los crisoles usados, de la ropa y zapatos incinerados. Aunque esta sala ya no está en operación, una imagen de la Virgen de Guadalupe, que fue colocada cuando funcionaba, aún cuida de quienes trabajaron en este lugar.

En las horas de trabajo, el local era apenas iluminado por pequeños resplandores rojizos que irrumpían entre la ceniza, como un sitio místico, pero también como un purgatorio, en donde uno podía encontrar el dorado del oro, y el negro en forma de humo, proveniente de los hornos, destinados para producir oro, plata y cobre.

“Érase una vez un mundo sin monedas”.  Cuando se hace un recorrido por este sitio uno espera ver solamente monedas. Y aunque parte del atractivo son los metales, cada uno tiene esculpido en sí una historia. En la primera vitrina, que es tal vez la más representativa, se encuentran las primeras monedas de nuestro continente, que desplazaron al comercio indígena basado en medios de cambio.

Casi perfecta, pero desgastada por el tiempo, se encuentra la moneda más antigua de América, que es una artesanía, una obra de arte creada a golpes de martillo en el siglo XVI. 
Resguardada por un vidrio se puede apreciar en uno de sus detalles una R de Rincón, que fue el ensayador que grabó su inicial en una de las caras para garantizar que la pieza tenía el peso y la cantidad de plata requerida para que fuera oficial.

Cada moneda tiene personalidad, ésta es regia. En una de sus caras se aprecian dos columnas coronadas, imágenes que sirvieron como referencia para crear el símbolo de pesos y el de dólares que utilizamos actualmente. Esos dos pilares representaban las columnas de Hércules, que marcaban el fin del mundo. Pero la primera moneda, sabiéndose la reina, tiene también inscrita la leyenda “plus ultra”, una alegoría de que el dominio español llegaba hasta el nuevo mundo y de que ella sobreviviría incluso más que nosotros.

Contrastes. De aquellos días agitados quedan los rieles por donde se transportaba el latón de una sala a otra y donde caminaba un pequeño ferrocarril que transportaba el metal cada día. Mirando las fotografías que se exhiben en el segundo piso de este recinto, es fácil evocar escenas de los trabajadores entre las llamas, en un sitio oscuro, casi cavernoso, como si se tratara de la película Macario.

Un edificio resume, en pocos centímetros, a través sus metales, gran parte de la historia de nuestro continente, y es que la antigua Casa del Apartado, donde se hacía la división de plata y oro, donde se acuñaron las primeras monedas de América, está llena de contrastes.

Desde el techo del edificio se pueden apreciar varias de las  calles del Primer cuadro de la ciudad, como  Bolivia, Apartado, Argentina y El Carmen. Desde lo más alto, entre el rojo impermeabilizante y el cielo gris de la ciudad, se pueden ver los puestos ambulantes y una plaza manejada por coreanos, que destaca en el panorama. Si uno mirara desde el cielo, lo que menos se esperaría encontrar en la calle de Apartado es arte y cultura, a pesar de que la zona esté repleta de éstas.

Al salir del edificio, entre escaleras de caracol, cortadoras, prensas, laminadoras y más de 150 máquinas, queda atrás el Museo Numismático Nacional. El laberíntico sitio de historias y objetos se ve inmerso en una zona de comercio informal y en los restos del día que reposan en las calles: volantes y bolsas de plástico. Aquí, donde se albergan cerca de 600 monedas, al final del día sólo queda La Bailarina, que espera con ansias el siguiente recorrido, para que sus pasos no se le olviden.

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