Miguel León-Portilla fue el primer gran maestro que tuvo mi generación en el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México, hacia 1970. Nos impartía la asignatura de historia del México prehispánico, en la que se ponía especial énfasis en la literatura náhuatl. Utilizábamos los gruesos volúmenes compilados y editados por uno de sus maestros, el padre Garibay, especie de profeta bíblico o un san Jerónimo moderno, que lo mismo traducía los salmos de David que las canciones de Ayocuan. León-Portilla combinaba las más diversas cualidades: la erudición más admirable y un extraordinario sentido del humor —era irónico, juguetón, festivo—, una fina sensibilidad literaria y una intensa pasión moral. Nos enseñaba mucho más que la historia fáctica del México prehispánico (sus batallas, gobernantes, costumbres): nos transmitía un amor cristiano —compuesto de simpatía y piedad— al legado indígena mexicano. “Si de verdad quiere estudiar este periodo, aprenda náhuatl”, me dijo, al calificar un rudimentario ensayo mío de fin de ciclo. No seguí su consejo, pero su cátedra me reafirmó en la creencia de que nuestro pasado (sobre todo el indígena) no ha pasado: puro o modificado, sigue vivo, latente, pendiente.

Miguel León-Portilla no es un autor: es una institución. Maestro, investigador, académico, conferenciante, ha merecido un gran reconocimiento dentro y fuera de su país. Ha escrito varios libros clásicos, traducidos a otras lenguas (La filosofía náhuatl, Los antiguos mexicanos, Visión de los vencidos, Literaturas indígenas de México, Toltecáyotl. Aspectos de la cultura náhuatl, entre muchos otros). Ha compilado, prologado y editado la obra de cronistas e historiadores fundamentales de la Nueva España. Ha traducido textos indígenas invaluabIes. Se ha aventurado por territorios poco conocidos, como el estudio de la antigua California. Es, además, un espíritu sensible a los problemas de la vida nacional.

Hasta el último día de 1993, el objeto de sus afanes parecía enteramente académico. Pero, la madrugada del primer día de 1994, ese objeto se volvió (de nueva cuenta) sujeto, no de la historiografía, sino de la Historia. León-Porrilla ha intervenido en el debate sobre Chiapas no sólo con lucidez, sino con la pasión justiciera de un moderno Bartolomé de las Casas en defensa de los indios, de su cultura, sus lenguas, su identidad. Nadie puede objetar su justificación moral. Las diferencias que tengo con León-Portilla se centran en algunas medidas autonómicas que el indigenismo neozapatista proponía y que, a menudo, redundaban en un atropello a las libertades esenciales y los derechos humanos universales. Pero ambos admiramos al humanismo indigenista, cuya crítica a la conquista militar cumplirá quinientos años.

Hace un tiempo, al cabo de casi una década de aquella erupción de la Historia, quise conversar con mi antiguo maestro hasta remontarnos a los fundadores del indigenismo, los humanistas españoles del siglo XVI. Con todos los pecados de su historia, España tiene el inmenso y extraño mérito de haberse preocupado (y ocupado) de los pueblos que conquistó, procurando su tutela y protección, buscando incluir su cultura en la cultura occidental. El amor intelectual y el compromiso moral de aquellos humanistas es uno de los capítulos más extraordinarios de la Europa renacentista, y aun del cristianismo en todas sus épocas. Pero lo más notable es que se trata de un esfuerzo continuado a través de los siglos, una cadena que arranca de fray Bernardino de Sahagún y ha llegado al nuevo milenio en la obra de Miguel León-Portilla.

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