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Primero de junio de 1986, estadio Jalisco. En el mundial de futbol se enfrentan Brasil y España. Desde las gradas, una mujer española y su hijo de nueve años animan a su equipo. El pequeño, que porta la playera anaranjada, recordará casi 30 años después el momento con estas palabras: El resto de los aficionados concentrados en las tribunas (...) deseaban la victoria de Brasil. Al grupito de españoles y al todavía menor de vástagos suyos concentrados detrás de una portería les arrojaron orines, les recordaron la Conquista y les gritaron barbaridades. Entreverado con el relato, el narrador consigna que aquel día aprendió que “la nacionalidad no era un paraguas, sino una alucinación”.
La anécdota del estadio viene a cuento porque el niño era Antonio Ortuño y hoy, con casi 40 años y ocho libros publicados, la ha incluido en Méjico, novela que entre persecuciones, huidas, imposturas y tiroteos reflexiona en torno a dos elusivos conceptos: la nacionalidad y la identidad.
Protagonizada por Omar Rojo Almansa, hijo y nieto de españoles radicados en nuestro país, Méjico enfrenta a los lectores a conflictos naturales en quienes tienen raíces familiares en más de un país. ¿En qué consiste ser mexicano? ¿Se puede ser mexicano sin serlo del todo? ¿Se puede ser gachupín y comer tacos?, cuestiona el narrador en el sexto capítulo. Será otro de los personajes, Juanita, la prima colombiana-española, quien años después habrá de responderle con estas palabras: Usted, como yo, es un gatonejo. Una cosa que nació en un lado pero con los pies en otro y sus patas no se corresponden con sus orejas. Gatonejo: eso, una cruza, un bicho. Se siente raro con unos y con otros y es verdad…
Méjico aborda casi un siglo en la historia de dos naciones: de la Guerra Civil y el Exilio Español, al México de los años 40 y el arribo al siglo XXI. ¿Qué trabajo de investigación hizo Ortuño para escribirla? “En rigor, ninguno. El trabajo de investigación es haber sido hijo de mi madre, nieto de mis abuelos, y haber recuperado esa memoria del anecdotario, el universo, digamos para mí mítico y para ellos real, de esas épocas. Mi madre nació en mitad de un bombardeo, mi abuelo estuvo en el frente. Gracias al nacimiento de mi madre no le tocó que se lo llevara la guerra en la Batalla del Ebro. Crecí oyendo hablar de eso y de Largo Caballero, de Azaña, de Negrín, y evidentemente también de Franco, de Yago; crecí oyendo a mi tía cantar cuplés obscenos y a mi abuela zarzuelas”.
Un thriller políticamente incorrecto. Ortuño explica que su objetivo era escribir una novela hipnótica y llena de tensión, en la que el lector quisiera saber qué pasa después: “Para mí, la narrativa es la plaza pública de la literatura y debe poderla leer quien sea. Esta novela no es un ensayo doctoral ni una profunda indagación sobre la identidad, aunque puede tener esos y otros temas cruciales, pero deben estar en el contexto de una historia hipnótica. El único motivo de leer narrativa es saber qué pasa a continuación. Si esa duda no existe, no existe la narrativa”.
Publicada por Océano, Méjico enlaza con pericia dos líneas: una relata la aventura de los republicanos que en 1939 huyeron a México tras el fracaso de su causa, mientras la otra cruza el Atlántico en sentido contrario al recrear la fuga del ya mencionado Rojo Almansa, personaje “de flaca mexicanidad y españolidad nula” que en 1997 huye de México tras enfrentar a balazos a un líder sindical. Al cuadro se agregan otros personajes memorables como Andrés Montesinos, señorito vividor y sobrino segundo de un ministro en la España de los años 20; como “El Concho”, supuesto ferrocarrilero mexicano dispuesto a todo con tal de vengar la memoria de su patrón; como Catalina, anticuaria con cuerpo de tentación y pocos escrúpulos, y hasta un fantasmal trasunto de Juan Rulfo redactando su novela perdida, La cordillera, en un pueblito al norte de Brasil.
El autor de Recursos humanos y La fila india aclara que no se trata de una novela histórica, sino de su antípoda: una novela que se olvida de la corrección política y ofrece una cara más humana, menos idealizada, del Exilio Español: “Méjico es una novela que trata de eludir el canon de la novela histórica. Lo mismo que tenemos satanizada por motivos muy evidentes a la Conquista, tenemos idealizado al Exilio Español. Es como si hubiera llegado un barco a la costa y hubiera bajado un grupo de sabios a abrazarnos… caramba, si la República se hundió fue, entre otras causas, porque hubo una suerte de guerra interna en el bando republicano, y los anarquistas y los comunistas se arrasaron mutuamente... El exilio español trajo muchas cosas apasionantes a la cultura mexicana, pero no todo mundo era Luis Buñuel, no todo el mundo era José Gaos”.
Pero Ortuño no descalifica el valor de la novela histórica: “Siempre habrá una discusión en torno a la novela histórica y quien sea que lo discuta puede echar mano a ejemplos de todo tipo: hay grandísimas novelas históricas, es decir, tachar de literatura de segunda a Robert Graves me parecería una barbaridad, pero a la vez hay novelas históricas hechas al vapor y por exigencias editoriales. Como cualquier otra manifestación literaria, me parece que la novela histórica llega hasta donde sea capaz de llegar quien la escribe”.
Personajes, no monigotes. En la página 60 de Méjico se lee: Nadie es un apodo, nadie puede ser reducido a unas pocas líneas esenciales sin ser transfigurado en monigote. Esa es otra de las fortalezas de esta novela: los protagonistas no se reducen a nombres o apodos, hay una exploración del pasado de cada uno, y eso los humaniza. Un ejemplo es “El Concho”, un pobre e ignorante que no sabe ni sus apellidos.
“No podía haber personajes que quedaran al margen. Evidentemente, la historia de ‘El Concho’ no tiene que ver con la guerra de Marruecos, ni con Buenaventura Durruti, pero no por ello es menos importante. Para mí era fundamental que tuviera derecho a un pasado aunque fuera atroz. Su historia no lo justifica pero sí lo explica”, dice.
A propósito, Ortuño recuerda una imagen que siempre le ha fascinado: la pintura donde un guerrero azteca y un guerrero español se atraviesan con las armas mutuamente. “Los dos están jodidos, y parece que es lo que ha pasado en México. Claro, una parte sometió a la otra en muchos sentidos, pero las dos se jodieron igual”.
En ese sentido, Méjico no es más optimista: vividores, saqueadores de oficinas públicas, asesinos a sueldo, apostadores y líderes sindicales son algunos de los personajes de este ácido y divertidísimo retrato de distintos momentos de México y España: “Para mí era importante que, desde un punto de vista ético, ninguno de los protagonistas fuera superior al otro: son igual de ávidos y tienen en realidad un juego que me parece terrible”.
Llaves de puertas que no existen. Si bien Méjico nace de las historias que Ortuño escuchaba en su niñez, los personajes no son sus parientes, con la excepción de Antonio del Val, su tío abuelo: “Del Val era un personaje novelesco: un tenor que andaba en malandanzas con golpeadores, un poco en la picaresca del Madrid de teatros y tabernas. Se salía a la calle vestido de frac con una llave del portón de la casita donde vivían. La llave ahora está en mi casa, cuando mi tío huyó de España se la quedó mi bisabuela, que se la heredó a mi abuela, que se la heredó a mi madre, y el año pasado que ella falleció me la quedé yo. Es la llave de una puerta que ya no existe en Madrid”.
Por otro lado, explica, sus abuelos eran gente tranquila, maestros de nivel básico: “Mi abuelo se enroló en la guerra en el área de sanidad, iba al frente a recoger heridos. Varias veces tuvo problemas porque quería atender a los del otro bando. Y más que odiar a Franco, que sí, dejó España porque no iba a volver a dar clases ahí porque había sido republicano y porque había familia de mi abuela que había salido antes”.
Una mazorca heredada de Faulkner. Méjico está llena de guiños y claves que, para algunos pueden pasar inadvertidos, para otros dicen mucho. Es el caso del pasaje donde uno de los personajes es ultrajado con una mazorca, escena que remite al momento clave de Santuario, novela emblemática de William Faulkner. La mazorca no es el único puente que tiende Ortuño a la obra del autor: Méjico hereda la tensión narrativa, la estructura fragmentaria y la habilidad en el manejo de implícitos del norteamericano.
“Me fascina Faulkner como creo que fascinó a la gente de la generación del boom, por esa capacidad de contar ese mundo todavía rural o semi urbano lleno de conflictos raciales y familiares. Los escritores del boom tenían mucha influencia de Faulkner, e incluso antes del boom. Ese mundo los remitía fácilmente a lo que ellos veían en América Latina. Hay muchos más puntos de contacto entre lo faulkneriano y América Latina que entre nuestro continente y el gran New York de Fitzgerald. Basta vivir en México y salir un poco de los enormes cascos urbanos para encontrarte un mundo que puede ser muy faulkneriano”.