Si París es la certeza de su belleza largamente sostenida, también puede ser la sorpresa de lo nuevo. Por ejemplo, la Fundación Louis Vuitton, esa nube de páneles, ese barco flotante que embiste el Bosque de Bologna para acarrearte entre el arte contemporáneo y convertir el paisaje parisino en una pieza más. Este museo es proyecto de Frank Gehry, canadiense de nacimiento, que ha labrado el espacio de las ciudades con edificios emblemáticos como el Guggenheim de Bilbao (quien lo ha visto no olvida su presencia junto al río Nervión), el Walt Disney Concert Hall de Los Ángeles, o la bodega y hotel Marqués del Riscal en La Rioja, que me encuentro en Internet por seguir disfrutando esa libertad ondulada y caprichosa del arquitecto que a los 86 años resulta uno de los más jóvenes e influyentes, un premio Pritzker y un halago para los espectadores de este siglo.
 Me fascina lo que hacen los arquitectos: transforman el espacio. Crean un interior donde no había nada, cincelan el aire con las estructuras, dirigen el paso de la luz, orquestan la relación con lo que hay alrededor y forman memoria. Son las madalenas de nuestro andar por las ciudades. Por eso cuando uno camina por el parque del oeste de la capital francesa y, entre el verdor, sale al encuentro esa edificación de alas o biombos transparentes, que elevan el edificio desde su anclaje hasta un cielo invitador, uno recibe con sorpresa la monumentalidad del museo. Si es el metal ondulante el que sorprende en Bilbao, aquí es la sensación de avance y elevarse del edificio de niveles bajo cuya proa una fuente cascada cae escaleras abajo, como si ese barco nube avanzara hacia la parte más moderna de París. El sonido constante del agua y el flequeo de su caída envuelven al que desde afuera contempla o al que desde dentro sale para descubrirla en medio del parque. Por dentro, las esculturas, como la rosa gigante del vestíbulo, las exposiciones que se esconden en grandes espacios, los vídeos que se proyectan a cuatro paredes, la temática contemporánea de lo cambiante, de las instalaciones en terrazas, van acuerpando la visita como si se desgajara una cebolla gigante que en su parte más alta nos ofrece el banquete de la ciudad que la rodea.

La Torre Eiffel tan París, no es aquí un cliché sino una pincelada definitiva en un parpadeo de la estructura que nos revela cielo y horizonte de ciudad hacia todos los costados conforme recorremos niveles, coordenadas. Zurcamos París acompañados de propuestas contemporáneas como ese video divertido de la española Pilar Albarraín al tope de una escalera donde una mujer (la propia artista) camina en Madrid con abrigo amarillo, y la banda que toca “Que viva España” la acompaña, asedia, acorrala, hasta que ella acaba huyendo; es el cliché de lo español, el machismo, leemos en la ficha técnica. Y el guardia y yo volvemos una y otra vez a verlo y escucharlo, nos reímos y quedamos atrapados en su asfixia simpática. Eso produce este edificio singular: avienta tus deseos a cielo abierto, te hace exclamar con cierto júbilo vigoroso cuando estás ante la luz y París es la instalación permanente y estar dispuesto a la sorpresa cuando un tanque de agua se ha colonizado con las capas de vida contemporánea o un coro ilustra una historia en blanco y negro en una sala cerrada.

Derroche técnico y libertad creadora, el espacio intervenido y la memoria que se moldea de nuevo en el París eterno. Enhorabuena, Frank Gehry.

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